domingo, 2 de diciembre de 2012

EREBO & TERROR - I


Sir John Franklin, comandante de la expedición inglesa a la descubierta del Paso del Noroeste, 1845.


Francis Rawden Moira Crozier, capitán de navío al mando del Terror, segundo oficial.

James Fitzjames, capitán de navío al mando del Erebus, tercer oficial.


Última expedición de Franklin. Resuelto en 1840 el problema de que por el norte del continente americano podía pasarse del Atlántico al Pacífico, si bien se ignoraba aún con exactitud cuál era el camino practicable entre el laberinto de las tierras polares, se confió a Franklin para que con los buques Erebo y Terror llevase a cabo la delicada empresa.
Enciclopedia Espasa


Que para llegar al mar haya que subir no tiene nada de incongruente. Aunque siempre se desciende para llegar a la costa, ascender hasta el mar no solo es coherente sino también la mar de sencillo: basta con rememorar el espejeo de sus aguas quietas o el estruendo de la galerna. Y es que recordar, según José-Miguel Ullán, es subir una cuesta. La única manera de subir hasta el mar sería esa: recordando cuesta arriba. El mar que se extiende tras el breve repecho de este párrafo de invocación del recuerdo no es "el mismo mar de todos los veranos", sino otro remoto y raro, de un blanco espectral y de frías aguas de piedra. El Océano Polar Ártico.
    
    En 2013, el redondeo del tiempo en décadas exactas pondrá su broche solemne sobre dos asuntos que nos conciernen. Se cumplirá el ciento setenta aniversario de la llegada de Sir John Franklin a Londres con objeto de preparar minuciosamente y asumir el mando de su mítica y última expedición. Y también hará diez años ya de la aparición de Erebo & Terror, sexto número de la colección Libros De La Micronesia y humilde contribución de esta modesta casa editora a la difusión de aquel viaje, de la literatura ártica en general y, muy especialmente, del descubrimiento del legendario Paso del Noroeste.

    Diez años atrás, Libros De La Micronesia era —y sigue en sus trece— una colección cuyas entregas no estaban sujetas a periodicidad ninguna, y cuyos intereses, temas y preferencias no eran otros que los míos personales. Era pues del todo coherente con ese talante que tras la aparición simultánea de los ligeros, líricos y relativamente baratos cuarto y quinto número de la colección en marzo de 2000, diera un bandazo en sentido opuesto y estuviese tres largos años enfrascado en una publicación de tesis, densa, extensa, minoritaria y algo excesiva para la envergadura financiera de De La Pulcra Ceniza.


De ser cierta la hipótesis de Mallarmé, el mundo existe para acabar en un libro y el destino último de todo átomo es inspirar una frase. Sea o no la desmesura del cosmos reductible a un fascículo de mano, lo que sí parece evidente es precisamente lo contrario: que el texto genera universos, y que un libro germina, en ocasiones, no a partir del mundo sino de otro libro previo. El motor primordial de Erebo & Terror fue Atrapados en el hielo, álbum ilustrado dirigido al público juvenil que la editorial Plaza & Janés lanzó en la colección Misterios del Pasado a mediados de los ochenta o por ahí. El volumen, que repasa muy por encima la última expedición de Franklin, las pesquisas llevadas a cabo por Beatie (por entonces muy recientes) y su célebre y espectacular exhumación en la isla Beechey, me cautivó de inmediato.

   Mi conversión a la fe ártica fue instantánea, y mi devoción por su teología de nevasca, su severa liturgia y sus mártires de noche blanca fue de menos a más hasta que, hacia finales ya de los noventa y tras algo más de una década interesado en el asunto, se me hizo evidente que Libros De La Micronesia podría acoger perfectamente una publicación monográfica sobre la última expedición de John Franklin, capítulo particularmente sugestivo y patético de entre los muchos que jalonan la conquista del Océano Polar Ártico .


El Ártico da para mucho, no se agota así como así. El catálogo de naves y la minuta de oficiales, tripulaciones, estrategias y técnicas que se han medido con esa latitud poderosa y difícil es abrumador. Si bien es cierto que Ross, Parry, Davis o Hudson no le van a la zaga a John Franklin en cuanto a peso específico en el drama ártico —de la misma manera que las legendarias naves Hecla, Gripper, Fury y Discovery están a la altura de las Erebus y Terror—, es indudable que su figura ocupa un lugar de privilegio en el panorama de la épica ártica.

    Sin menoscabo de la importancia de otras, el rastreo y descubrimiento del Paso del Noroeste es sin lugar a dudas la hazaña capital de la empresa ártica. Ya desde la Edad Media Inglaterra buscó una vía marítima practicable por encima del continente americano, empeño que se convirtió en fijación obsesiva para la Royal Navy especialmente durante el siglo XIX.

   Se ha dicho que el interés de Inglaterra en dar con el paso era estrictamente comercial; que una vía rápida a través del Ártico acortaría notablemente la duración del viaje, abarataría el coste de los fletes y haría más fluido el comercio con el extremo Oriente. Y si bien el trasfondo del empeño pudo alguna vez ser ése no parece que fuese realmente argumento sostenible, pues ya desde las primeras expediciones quedó claro que, en caso de existir, el Paso del Noroeste sería prácticamente intransitable la mayor parte del año, circunstancia que lo convertía en vía muerta para el comercio.

    Sin desdeñar el interés estratégico de la zona y los inevitables apremios que la vida material impone a toda aventura ―búsqueda de oro, metales, materias primas y demás―, lo cierto es que el pistón noble del motor de la gesta ártica fue el puro afán de comerle terreno a la Terra Incognita, ir completando el rompecabezas ártico, descubrir cómo es de verdad la piel del mundo, cartografiar y, de paso, ensanchar los límites del Imperio Británico.

     En 1843, un acomodado y prematuramente envejecido Sir John Franklin —reliquia viva que había luchado en Trafalgar y rastreado el paso en dos legendarios viajes a pie por la costa canadiense— fue relevado de su cargo de gobernador de Tasmania para hacerse cargo de la expedición que daría la puntilla definitiva al Paso del Noroeste, prácticamente cartografiado a excepción de un tramo extenso pero acotado y relativamente previsible.

     Tras dos años de preparativos, la expedición mejor equipada de cuantas se habían dirigido al Ártico, la más experimentada y con expectativas razonables de cubrir al completo el recorrido del Paso del Noroeste, se hizo a la mar. Erebo & Terror describe así la partida de las naves:

La posteridad es sintética; movida por ese afán llega a omitir nombres y circunstancias. Como si no tolerase más comparecencia que la de los nombres principales, el resto es desatendido sin misericordia. Unánimemente, la literatura que menciona la partida de las naves utiliza sin alternativa una frase que adolece de pretensiones de posteridad y quiere transmitir resolución, autonomía y grandiosidad: “La Erebus y la Terror zarparon orgullosamente de Inglaterra el 19 de mayo de 1845”. El aserto es rigurosamente cierto. A media mañana, los vapores que remolcaron las naves salieron del último recodo del Támesis y las dejaron en mar abierto. Lo que la frase quiere ocultar es toda referencia a la desvalida estampa de dos poderosas naves postradas en el Támesis raquítico. En una empresa de esa envergadura no tienen cabida palabras de alusión a la Erebus y la Terror como entes dependientes. No obstante sus nombres míticos y el carácter histórico de la empresa a que se encomendaban, lo cierto es que el inicio de su viaje fue común: bajaron por el Támesis tiradas por los mismos remolcadores que arrastraban las grandes gabarras atestadas de ganado y las barcazas cargadas de áridos.

    El lunes 19 de mayo de 1845 las naves de Su Majestad Erebus y Terror dejaron las atarazanas del muelle de Greenhithe. Para bajar por el Támesis la Erebus fue remolcada por el Rattler, un pequeño vapor de rueda; y la Terror por otro aún más pequeño, el Blazer. Los remolcadores las dejaron en la boca del río y durante un rato se mecieron en el agua mixta. La navegación propiamente dicha comenzó al dejar atrás el malecón de la isla de Rona. El mar veraz comienza ahí.

   Mencionar las etapas iniciales del viaje es nombrar un fetiche o un hito: es invocar. Han sido y serán referidas con la reiteración morbosa con que se rememoran hechos banales que han precedido al horror. No obstante la asidua remembranza de que es objeto, la consabida secuencia ni harta ni se devalúa en simple cadena de anécdotas; la solemnidad que le otorga el ser una confiada secuencia de actos penúltimos lo evita. El número de escalas fue breve y progresivamente frío: islas Orkney, islas Whalefish, estrecho de Lancaster. De no ser porque contactaron con la expedición, el nombre de algunos barcos sería inencontrable fuera del registro del muelle de desguace: la nave de suministros Barretto Junior, que los proveyó de carne fresca y carbón, y que el 12 de julio de 1845 dejó a la expedición en las islas Whalefish para regresar a Inglaterra con la correspondencia y cuatro o cinco marineros que no continuarían; las balleneras Prince of Wales y Enterprise, que contactaron con la expedición el 26 de julio de 1845 a la entrada del estrecho de Lancaster, y cuyas tripulaciones privilegiadas tuvieron en sus pupilas el fotograma que a ojos del mundo ponía punto final a la mayor expedición ártica: la Erebus y la Terror internándose en la entrada del paso del Noroeste.

    Nadie les volvió a ver con vida. Lo que resta ha sido recuperado del celoso dominio de la muerte blanca.

                        
     Erebo & Terror, Libros De La Micronesia, nº 6. De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003.



Cuadro de oficiales y cuerpo médico del Erebus y el Terror, 1845. National Maritime Museum, Greenwich.

"El Erebus y el Terror," acuarela de Albert Operti.

"El Consejo Ártico preparando la búsqueda de Sir John Franklin", Stephen Pearce, National Portrait Gallery, Londres.

Erebo & Terror, vista parcial de la publicación.

Erebo & Terror, Libros De La Micronesia, nº 6. De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003.








sábado, 3 de noviembre de 2012

QUINTANA & MICHAEL



 Quintana Roo Dunne Michael (1966-2003) © Joan Didion

 Michael Carson (1946-2000) © Anne Carson




La vida viene a ser combustión y azar. Un meridiano de azufre que no va a ningún sitio, prende por cualquiera de sus extremos —o por ambos— y se apaga donde se le antoja.
     
     Si la infancia es, en palabras del poeta, “la verdadera patria del hombre”, la edad adulta, la madurez y la senectud no son sino exilios sucesivos por campos de acogida, habitaciones para huéspedes y albergues de una noche. Dejamos por escrito la crónica de nuestro paso por esa geografía en una frase cuyo desplazamiento por la pizarra del tiempo describe un dibujo. Además de combustión y azar, la vida es a un tiempo texto y trazo.
     
     Las variables de la escritura de una vida y su dibujo en el tiempo van desde el párrafo encadenado y con sentido que se cierra en círculo, hasta la sílaba enigmática o la letra única frustradas, abrasadas por la luz de un instante.
     
     No siempre es posible que el relato y la gráfica de nuestra vida o la de quienes queremos dibuje en el tiempo la frase elíptica y hermosa que vemos en nuestros sueños.
     
     Entre el montón de libros que llevan ya días revueltos en la repisa trasera de mi cama han coincidido, se han reconocido como semejantes y han dormido, en abandono fraterno una sobre otra, dos publicaciones dispares pero pertenecientes ambas al género elegíaco y que evocan, cada una en su lengua y su noche, el dibujo vital de Quintana y de Michael, dos meridianos de azufre que ardieron antes de lo previsto.


Además de su función de religado y presentación, la encuadernación de cartón rígido hace las veces, en ambas publicaciones, de yeso extendido sobre lenguaje dolorido y viejas fracturas que han soldado mal. Sobre esa escayola de hospitales diferentes el manoseo y el tiempo han dejado una pátina de tonalidad similar, emulsión sensible donde emergen las instantáneas de Quintana y Michael niños, súbditos de la única patria que cuenta. En los márgenes de esas imágenes se han dispuesto títulos y credenciales: Anne Carson, Nox; Joan Didion, Noches azules.
     
     La primera página es común en ambas publicaciones y hace las veces de pared con dedicatoria, ofrenda colgada y aplique con palmatoria encendida noche y día, que ilumina apenas un nombre o lo agranda y multiplica en exvotos manuscritos hasta abarcar todo el papel.

     “Este libro es para Quintana”

     “Michael, Michael, Michael, Michael, Michael, Michael. Nox, frater, nox”.
     
     Al otro lado de ese delgado tabique está la noche azul y está Nox, la noche sin más.
     
     Ha sido al girar esa página cuando he entrado en libros diferentes y noches muy distintas.


El azul del véspero es el color de los recuerdos. La zapa y los estragos del tiempo son azules, pero también la llamarada de la juventud y el estío acaban teniendo el color de esa hora en que se nos aparecen los que ya no están pero nunca se han ido del todo. El color que rige Noches azules no podría ser otro que el de la melancolía y la llama de los infernillos de gas.
     
     La luz de Nox es la del amarillo tenue del papel envejecido y el sepia de las fotografías antiguas. No en vano la publicación, que se abre con el poema 101 de Catulo tecleado en papel amarillado con té, incluye reproducciones de fotografías viradas a sepia y del desplegable de la única carta que el hermano desaparecido remitió a la madre en veintitantos años. Una delicada tulipa de papel vainilla recogido en pliegues translúcidos. A través de turbias capas de papel velado es perfectamente legible el nervio azul de la escritura intacta.
    
     Los lazos de camaradería que Noches azules y Nox  han establecido en la repisa trasera de mi cama a partir de sus colores y de su comunión con la noche no es más que un eco del viejo precedente que aún los ata. Amarillo y azul, los colores de culto de los primeros románticos alemanes, de la bandera que no tuvo el movimiento Sturm und Drang y de la ropa de los jovencísimos lectores de Himnos a la noche de Novalis fanáticos de Werther. Muchachos que combinaban esos colores en su vestimenta y que por menos de nada —o porque la vida sin la temperatura de un ideal abrasador es precisamente eso: frío y nada— se descerrajaban un tiro en la sien al grito de “el mundo es más pequeño que el alma humana”.
     
     Toda vida breve es un atajo y dos destellos. Un meridiano de azufre que prende por los extremos y se consume en el centro.


Noches azules comienza con un destello blanco. El de la boda luminosa de Quintana. Lleva en la trenza una cascada de jazmines de Madagascar. A través del velo se le ve el tatuaje de una flor debajo del omóplato, por donde sale la punta de las saetas mortales. Desleída en el azul de la melancolía, la luz de ese destello, que espejea aquí y allá a lo largo del texto, se apaga hacia la mitad del libro. Es entonces cuando el azul se hace sombrío y cae definitivamente la noche sobre el texto.
     
     Aunque para no referirse a él da un rodeo por el arco iris, también la primera frase de Nox remite al blanco deslumbrante: “I wanted to fill my elegy with light of all kinds” (Quise llenar mi elegía con toda clase de luces). La convergencia de todos los colores del espectro —de “toda clase de luces”— en un solo haz hubiese dado el blanco puro de la luz, del velo inmaculado de la novia de Noches azules.
     
     La supremacía del blanco abrumador en los comienzos, o su perífrasis, eclipsa en ambos libros la existencia de un tercer color que, aunque está presente y también cuenta, es omitido y desplazado de la imagen de apertura.  Hay que adentrarse en ambas obras para dar con ese color que, aunque está y cuenta, ha sido  relegado y mencionado mucho después.
     
     En un punto determinado hacia el final de Nox (obra impresa sobre un largo papel continuo plegado en acordeón, cuya distribución no está fragmentada en lo que comúnmente denominamos páginas), Anne Carson ha tecleado, en una estrecha tira de papel adherido a otro donde figura el dibujo esquemático de una pierna desde la ingle hasta el pie, esta enigmática  interrogación: “Why do we blush before death?” (Por qué nos ruborizamos antes de la muerte). Y algo más allá insiste nuevamente acerca de ese color en particular y de cuándo debería de haber sido mencionado: “If you are writing an elegy begin with the blush” (Si escribes una elegía comienza por el rubor) y no hagas como yo, parece aconsejar Anne Carson. El rojo de la sangre, que sube en un sofoco hasta la cara y da nombre al rubor —por el que ha de comenzar toda elegía—, es el color cuya mención se ha omitido a favor de un comienzo neutro.
     
     Es en la página 60 de Noches azules donde Joan Didion describe finalmente el atisbo del rojo, presente en la escena de apertura pero no mencionado en su momento:
     
     “Otra cosa que todavía veo del día de la boda en San Juan el Divino: las suelas del color rojo intenso de sus zapatos.
    
     »Llevaba unos zapatos de Christian Laboutin, de satén claro con las suelas de color rojo intenso.
     
     »Cuando se arrodilló en el altar se le vieron las suelas rojas”                       
     
     Lo que menciona Didion es el rubor en el rostro de Quintana —que  ella no podía ver ya que estaba detrás—, el rojo cárdeno de la sangre y su afloramiento en el extremo opuesto del cuerpo de la novia, en las suelas de sus flamantes zapatos nuevos de Laboutin.
     
     Desplazado del movimiento de apertura, el rojo explosivo de la sangre asciende hasta la cara y se transparenta en rubor en las páginas de Nox; o bien desciende en cascada hasta la bóveda del pie, fluye al exterior por la retícula de pequeñas cicatrices que la Quintana de Noches azules —de cuando bajaba descalza diariamente hasta la playa por unas escaleras de madera astillada— tiene en las plantas de los pies, y empapa sus zapatos.
      
     Ambas autoras incurren en idéntica omisión, hecho que no se debe a ninguna coincidencia fortuita, sino a la aplicación en el ámbito de la literatura de técnicas de momificación y conservación de difuntos, que Didion y Carson, llevadas por el deseo de preservar a toda costa el recuerdo de lo que la muerte ha sustraído y no tiene repuesto, llevan a la práctica con la precisión y el cuidado de un embalsamador del Bajo Imperio.
     
     Es la misma Anne Carson quien nos pone, el en segundo párrafo de Nox, sobre la pista de los vínculos insospechados que tienen en común la elegía y la historia. “History and elegy are akin” (La historia y la elegía son afines).
     
     Cuenta la primera que el cuerpo del difunto debía ser sangrado, y sus vísceras y partes blandas, retiradas. Que bajo la venda de lino perfumado y blanquísimo quedara únicamente la mojama impoluta del cuerpo con sus joyas de parentesco y de rango. Todo aquello que se corrompe fácilmente y no se puede conservar era depositado en urnas, en delicados vasos de alabastro que se arrumbaban a oscuras, junto a las paredes de la cámara funeraria.
     
     Algo afín a eso es lo que han hecho Carson y Didion con sus muertos. La publicación es la cámara funeraria, a la que hemos de acceder como arqueólogos: a través de la argamasa que la sella y las advertencias acerca de la maldición y los castigos que acarrea el saquearla “All rights reserved. No part of this book may be reproduced” “Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos por la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos…”. Para llegar hasta la momia hay que retirar sucesivos sarcófagos de lapislázuli, de oro; o bien levantar esas cubiertas de material precioso al girar las páginas de inicio de ambos libros: el jaspe azul de las noches que describe Didion; el poema de Catulo teñido de orina y oro.
     
     La venda deslumbrante que envuelve a la momia ilumina la penumbra con el mismo destello que el velo de la novia de Noches azules en su primer párrafo y el mismo fulgor insoportable que el haz de luz habría dejado en la frase de inicio de Nox. Lo memorable, lo que ha de resistir a la muerte y perdurar no es la momia física, sino la imagen de apertura purgada de sangre, eviscerada y aligerada de todo lo que no sea mediodía, músculo y gracia de la existencia reflejada en el cuerpo del hermano, de la hija. Sangre en la suela de un zapato, rubor y vísceras que, arrumbados en la penumbra del texto, son mencionados de pasada entre el montón de objetos accesorios que, no obstante, el tiempo nunca decantará del lado del olvido.


La imagen que me quedo de Quintana y Michael tras la lectura no es la foto estática y gris que figura en las portadas, sino la de un pedazo vívido y dinámico de sus infancias remotas y en color.

     “When we were children my family moved a lot and wherever we went my brother wanted to make friends with boys too old for him. He ran behind them, mistook the rules, came home with a bloody nose…”

     “Esta semana Quintana cumplirá once años. Se acerca a la adolescencia con lo que solo puedo describir como garbo…”
      

Nox está publicado por New Directions, y Noches azules por Mondadori
                        
                                                                                      






  

domingo, 7 de octubre de 2012

LA ESTAMPA INDELEBLE





Hubo un tiempo en que buena parte de los libros se hacían con el cuidado y el amor al detalle que exigen las Artes Gráficas. Hasta no hace mucho, adentrarse en cualquier modesta edición de tiraje masivo pasaba por franquear una tapa provista de camisa, cruzar las guardas iluminadas y dar con un papel decente y una elegante portada a dos tintas con viñeta incluida.

Muchas de esas hermosas publicaciones andan por el mundo desahuciadas, y han acabado sus días en el cajón de revolver de los libreros de lance junto a obras de papel pajizo editadas al descuido.  Entre la rústica infame de toda época, la novelería de peseta de ayer y el cordel de hoy mismo hay en esos revoltijos promiscuos ediciones modélicas de José Janés, de la editorial Apolo, de Afrodisio Aguado, de Paluzie.

La usura del tiempo y el rasero del olvido hacen de esas frazadas de libros un todo lastimoso donde dominan el color y el olor de la decrepitud. Se nos han ido muchas mañanas de domingo espigando en esas fosas comunes la obra hecha con primor. Bajar a pulmón hasta el fondo de ese pantano de papel barato y volver a la superficie con algo decente ha sido durante años el objeto de nuestro baño místico en la edición.

Hemos acabado por intuir que, más allá del mero pasatiempo y el  sigiloso crecimiento de nuestra humilde colección, esa tarea de recuperación podía tener una finalidad y un sentido. Nos ha llevado tiempo entender que lo que esas publicaciones sentenciadas merecen y buscan en nosotros es una segunda oportunidad, una vida nueva.

Proporcionar expectativas y un nuevo porvenir a una edición cabal, irremisiblemente venida a menos y en peligro de esfumarse para siempre en el molino de papel —cuando no en el fuego—, es lo que nos propusimos al crear La Estampa Indeleble.

El corte con su pasado y la inmersión de un libro modesto en otro porvenir exigen para él una nueva identidad en un ámbito bien distinto al de la vida de anonimato y grisalla que tuvo en su día. El cometido de La Estampa Indeleble es indagar acerca de qué autor y bajo qué estética y pie editorial es creíble esa nueva identidad. Y llevarla a cabo, con todo el esmero y no poca dificultad, en páginas no impresas extraídas de la propia publicación.

Hay un solar que no es de nadie porque es de todos, donde cada cual hace fuego del talento propio y pone a hervir en una olla lo que es común: los procedimientos irreverentes del arte de hoy, la cultura de masas, los hitos del diseño, las ruinas de una determinada estética y todo aquello que a uno le parezca. Y después lo sazona y lo sirve allí mismo, al aire libre. 

Así es como opera La Estampa Indeleble. Aunque el secreto a voces de su cocina vendría a ser ese, lo cierto es que su auténtico latido es bien simple y puede ser descrito con muy poco: la admiración sin reservas por los libros hermosos y las Artes Gráficas tradicionales.


"Mick Jagger , Some girls", colección particular.
















                             © de todas las imágenes, De La Pulcra Ceniza, 2012.

Cada ejemplar de La Estampa Indeleble se presenta sobre un fondo de terciopelo rojo en caja de metacrilato, y lleva en el reverso una etiqueta con la fecha de impresión y la acreditación como ejemplar único.

La Estampa Indeleble se vende en la tienda virtual de la librería anticuaria Volaterra. 

                                                        
                                                                                     






lunes, 24 de septiembre de 2012

DIBUJANDO II


El pasado mes de mayo me referí en “Dibujando I” al inicio de las tareas de ilustración del próximo número de Libros De La Micronesia, que  por aquellos días se hallaban todavía en estado de mera tentativa e indagación. En esa fase —incipiente y de muy delicado microclima— es imprescindible tener a tiro la papelera, entrar al dibujo con el ánimo bien pertrechado de paciencia y el criterio afilado, a ser posible, en la piedra que mencionan los pintores taoístas y que lleva grabada esta exigencia: “la distancia entre la obra válida y la desechable es del grosor de un cabello”.

Todavía tiernos y visibles los arañazos y hematomas típicos de la pelea inicial contra la forma, a cuatro meses de aquel movimiento de apertura, y aún abriendo vía entre lo que la improvisación ofrece a manos llenas y lo que uno persigue —cuya naturaleza es por definición escurridiza—, he venido a dar en una serie de soluciones, de imágenes con cierto grado de elaboración en las que, de manera todavía latente, veo ya en potencia los requisitos y cualidades mínimos a los que aspiro.

Ahora se trata de “proliferar”, como denominaba Miró a la fase de sistematización y consiguiente explotación de un hallazgo. En su caso, esa explotación —en algunos casos sobre explotación, a mi entender— podía dar lugar a una extensa serie de obras. Para el caso únicamente son necesarios una veintena larga de dibujos a los que, llegado el momento, someter a criba. La idea es que podamos disponer a principios del próximo año de una docena de láminas pasables, de ilustraciones que hayan sudado previamente lo suyo y lleguen a esa fase final ya depuradas.

Si bien es cierto que, como sostenía en “Dibujando I”, mi talante  en la mesa de dibujo nunca me ha permitido —salvo excepciones—  saborear a conciencia la felicidad de la improvisación, he de reconocer que el cielo salpicado de astros, el rastrojo de  luces y el efecto general de nocturnidad en bruto de esta serie de dibujos son en buena parte fruto de la casualidad.

Hará tres o cuatro años utilicé como textura de fondo para unas fotocopias un trozo de formica negra rozada y sufrida, que daba tumbos por el taller y servía para todo tipo de menesteres. Inesperadamente, al ampliar por encima del 200%, los roces, impactos y accidentes se destacaron del fondo como una intrincada red de líneas, destellos y fogonazos luminosos. Aunque en su momento no me sirvió para nada, el resultado me pareció interesante y archivé las fotocopias y el pedazo de formica. A ese cabo suelto es al que regresé de nuevo la pasada primavera.

En sus últimos años, William Burroughs pintaba con escopeta. Colocaba en el caballete un retal de madera contrachapada, se retiraba una buena veintena de pasos y abría fuego con escopeta de cartuchos. Los balines mordían la materia y levantaban, a diferente profundidad, astillas de chapas de madera previamente pintadas. El destrozo en aquella superficie era la obra. Allí estaba, reducido a maqueta, todo el universo del viejo maestro: la retícula de las ciudades muertas, los canales infectos, las fibras y trazas de la erosión y el desierto que han podido con todo tras el Apocalipsis.

Yo no disparo. Expongo un trozo de madera gastada a la luz implacable de la copiadora y lo amplio a un 300 o 400%. Y ahí está la noche en bruto: la luz del cosmos, la fosforescencia del viento solar, grumos de estrellas, ovillos de galaxias, el trazo de los meteoritos, el dibujo cambiante de las constelaciones y la migración en masa de la luciérnaga hembra. El resuello luminoso de Dios, visible.

Burroughs soltaba su andanada y le bastaba con la mordida de los perdigones, pero yo he de aplicarme todavía sobre esa dádiva generosa que el azar me ha proporcionado. He de dibujar un humilde camión y su nimbo de luz tenue, que, de camino hacia no se sabe dónde, cruzan por entre el fasto de una noche encendida como nunca.







 © de todas las ilustraciones, Juan Miguel Muñoz, 2012.



                                                                                




domingo, 16 de septiembre de 2012

LIBRO DEL SÁBADO





Sin la muerte solo habría un dibujo: el firmamento.
                       (Libro del sábado)


Acaso la muerte personificada, la parca, sea el único ente verdaderamente superdotado. Su pasmosa velocidad de aprendizaje, asimilación y alta capacidad serían —son— absolutamente sobrecogedores, y su  dominio de procesos, técnicas y habilidades complejas, prácticamente instantáneo.

Si se acepta lo anterior como razonable hipótesis de partida, no sería ningún disparate pensar que la oscura muerte, esa presencia que la tradición, la cultura y el apego a la vida han tachado de execrable y ominosa, pudiera tener también sus veleidades de artista y ser, en el mejor de los casos, creador dotado, sensible y muy capaz de producir alguna que otra obra  estéticamente cualificada o como mínimo pasable.

El Libro del sábado no es otra cosa que el álbum de dibujo de la muerte, el infolio bello y demencial donde queda registrado su vertiginoso aprendizaje, que en escasamente un día —un sábado sublime—  y un buen fajo de esbozos, apuntes del natural y ejercicios libres evoluciona de no saber coger un lápiz a dibujar como los ángeles.

He venido trabajando de manera intermitente en esta obra —saludablemente inacabada y prácticamente inédita— desde 1998. Siempre me he referido al Libro del sábado como un ingente volumen que respira a sus anchas y se resiste a ser concluido, maquetado y comprimido en formato libro; una obra cuyas imágenes y textos están quizá destinados a perdurar en un estado de gracia robusta y salvaje ajena por completo a las formas de compresión, producción y difusión de producto cultural.

Al cabo de estos casi quince años de trabajo discontinuo llevado a cabo como por antojos y pulsiones de muy distinta intensidad, lo cierto es que el magma de la obra no se ha enfriado todavía. Hay dibujos que entran y salen del plan general, pasajes del texto que hacen lo propio y presentan dos y hasta tres versiones, y toda una maleza de bocetos y cuadernos que han brotado en los márgenes del terreno que en su día se acotó y desbrozó como Libro del sábado. La parcela parece dejada, pero nunca ha estado en abandono.

La obra se compone de sesenta dibujos al grafito sobre losas de mármol y una serie de textos grabados sobre vidrio. El conjunto se distribuye en diez aparadores metálicos que ocupan una superficie aproximada de 50m2. Pese al contenido netamente genital de unos cuantos dibujos de la serie, es a todas luces evidente que la obra en su conjunto no tiene parentesco alguno con la obscenidad gratuita ni con el mal gusto, y no será necesario advertir al espectador a cerca de “contenido explícito” cuando sea mostrada, junto al resto del material de De La Pulcra Ceniza, en la exposición que prepara el Espai Betúlia de Badalona para el 2014.

Como adelanto, ahí va una serie de imágenes y textos escogidos del primer movimiento de los cuatro que componen el Libro del sábado.




        La chiquilla furiosa que acude al dibujo vestida
                de pandemias está al caer. Su soberbia esplende más
que el papel en blanco hacia el que acude.
                   Flota pálido su trémulo plumier en las exequias del día,
               y se oye un lápiz dar bandazos como de estiba suelta
                                                                                 en un navío escorado.



           Hecha a la dalla y la desdicha, qué sabrá la muerte
   de dibujo ni su mano inepta de coger un lápiz.
 En ceniza se deshace el papel bajo su zurda.
 Tal una tormenta de pétalos tullidos llevados
por el viento hacia un museo de escombros,
pasan los apuntes de la muerte en pedazos;
   en añicos esparce su talento la noche blanca.




                                  Ahí van las pavesas del primogénito
                                  de sus dibujos, expuestas en el viento.
                                  Se pierde en la madrugada la página inicial
                                  del álbum de una niña dotada como nadie.
                                  Su arranque memorable se ha volado,
                                  pero la valía de esa mano medra y convence.
                                           La muerte sabe, 
                                           ha domado la línea nada más ponerse.




                                  Pero la línea no es nada para quien
                                  tanto promete. Es hora de fríos cotejos
                                  y pruebas de más alta pericia.




                               Chorreando talento, esa muchacha vestida
                               de óbitos controla su pulso bestial de madrugada
                               y dibuja a mano alzada sobre la lisura de una lámina
                               llena de ahogados. Encorvada sobre las aguas estancas
                               de un aljibe fatal, esboza en agua misma
                               a cuenta de papel; carne pudenda copia del natural
                               bajo una luz antigua de pelo de niños
                                                            ardiendo en el fanal.




         La que diezma, orina en las cisternas como quien
                         emborrona ofuscado láminas fallidas. Las aguas desbordan
             y arrastran consigo los posos de un obsceno dibujo
        a su sepulcro de fango. Ese carmín de casquería
           que corrompe la crecida es prueba evidente de que
          la muerte sabe. No ha amanecido aún y ya dibuja
              la carne como tal. Su mano mustia y glacial es capaz
                                                          de infundir el parecido.




 © de todas las ilustraciones, Juan Miguel Muñoz, 1998-1999-2000 y 2001.






Aspecto que presentaba el Libro del sábado en 2005.