viernes, 20 de enero de 2012

AQUÍ COMENZÓ TODO

Las artes son comunicantes, se puede –y quizás hasta se debe– transitar de una a otra. Algunas son colindantes y el paso entre ellas es franco, inmediato y propiciado por la misma inercia del trabajo.  En otros casos el enlace no es tan evidente y el tránsito por esa angosta vía exige algo de aplicación, de ponerse a ello. Suele considerarse, de manera gráfica, que la disposición de las artes es longitudinal y quien se desplaza a través de ellas lo hace en sentido transversal. La transversalidad y los desplazamientos a todo lo ancho del espectro de  lenguajes,  géneros y  técnicas es un modo característico de operar de una buena parte del arte actual.
Nosotros hicimos el tránsito abrupto de la escultura a la edición en la segunda  mitad de los noventa. Pusimos en marcha  De La Pulcra Ceniza como proyecto editorial en 1995, y en 1996 dimos por concluida –o eso creíamos- nuestra breve carrera en la escultura. Durante la década larga que estuvimos en activo en ese difícil campo realizamos seis exposiciones individuales, participamos en una decena de muestras colectivas y se tuvo a bien otorgarnos dos becas de ayuda a la creación.
La exposición que nos franqueó la entrada a la escena barcelonesa del momento fue una muestra –nuestra primera individual– que hicimos en 1987 en la ya legendaria Sala de Exposiciones de  de la Fundació La Caixa de la calle Montcada. Sin que llegue a ser exhaustiva, lo que sigue es la crónica  de cómo surgió la posibilidad de exponer allí, cuáles eran nuestros afanes y el color de nuestra vida en aquellos días.
Yo llevaba ya más de dos años trabajando en estas esculturas sin contacto ninguno, con escasas posibilidades de exponer y, por así decirlo, de cara a la pared, cuando el azar quiso que en pocos meses todo girara hasta encararse hacia una panorama bien distinto. Las dos personas que hicieron posible esa milagrosa apertura fueron el pintor José Luís Pelarda y Rosa Queralt, crítica y comisaria  que llevaba la programación de la mencionada sala.
José Luís Pelarda, tristemente desaparecido a los pocos años, vino a ocupar durante el verano de 1985 uno de los espacios vacantes que teníamos en el taller de la calle de la Riereta. Era pintor, estaba de permiso militar y necesitaba el espacio para enfrascarse en unos papeles que quería presentar, si no recuerdo mal, al premio de dibujo Joan Miró. Cada tarde hacíamos un alto en el trabajo para conversar, entre otros asuntos,  de lo que cada uno de nosotros se llevaba entre manos. Aquel verano de 1985 yo trabajaba en “La Hiedra”, una de las tres esculturas de gran tamaño que formaría parte de la exposición y cuya paciente ejecución me llevó prácticamente un año, si no más.
La casualidad quiso que más tarde, hacia la primavera del 86,  José Luís alquilara un espacio y viniera a instalarse en el último piso del mismo edificio de la calle Riereta. Evidentemente nos vimos a menudo. Un día de principios de otoño de ese año llamó a mi puerta para anunciarme de manera algo enigmática –lo recuerdo perfectamente– que pronto recibiría la visita de una persona a quien había hablado de mi trabajo. Para entonces yo trabajaba de firme en “Jardín cautivo” y había comenzado “La pagoda del abismo”, las dos restantes esculturas que formarían parte de la futura exposición.
Tal como me había anunciado, una tarde probablemente de diciembre –hacía ya bastante frío–  vino acompañado de quien resultó ser Rosa Queralt, la flamante responsable de la programación de la Sala Montcada. Buscaba preferentemente un escultor, a ser posible local y también desconocido, con vistas a incluirlo en el calendario expositivo de la sala para la temporada 87-88, que en ese momento estaba todavía en el aire.
En aquellos años la Sala Montcada de la Fundació la Caixa era el escaparate rutilante de la  joven escena plástica barcelonesa. Evidentemente había otras voces y otros ámbitos, pero una exposición individual allí de un mes entero, con un catálogo más que correcto y la cobertura segura de los medios  ofrecía una visibilidad envidiable y  señalaba al afortunado como alguien digno de atención en un panorama artístico claramente sobresaturado, artificialmente recalentado y, como después se vería, a punto de comenzar su dolorosa reconversión.
A Rosa le gustó mucho “La hiedra”, una potente pieza de madera y cemento de casi tres metros de altura, único trabajo que yo tenía acabado en aquel momento pero que ya dejaba ver a las claras de qué iba el asunto. Hizo unas cuantas fotos de la pieza y no se comprometió a nada. Acordamos que volvería a visitarme en abril, para entonces yo tendría acabadas las dos piezas en las que trabajaba, “Jardín cautivo” y “La pagoda del abismo”, ambas de madera y también de cierta envergadura (2, 50 y 2 metros de altura, respectivamente).
Afortunadamente, la visita de Rosa se produjo cuando el afianzamiento de una poética y sus dilemas previos, los bocetos, cálculos y todo eso que hay que desbrozar y despejar antes de comenzar un trabajo había sido ya solventado. Al tener el conjunto prácticamente encarrilado, pude acabar cómodamente las piezas sin sentir en ningún momento que operaba bajo presión, cosa que detesto. Eran ejercicios de talla de madera que, debido a su envergadura y a las exigencias propias de la técnica, requerirían todavía muchas horas de ejecución, leves variaciones sobre el plan previsto e incluso alguna improvisación de última hora. Con todo, aquella proverbial visita se produjo cuando el trabajo de año y pico largo comenzaba a rendir a ojos vistas sus frutos evidentes. El interés de Rosa Queralt  indicaba vagamente que acaso estaba, por así decirlo, en el buen camino. No obstante esos indicios positivos, lo de la futura exposición estuvo aún en el aire unos cuantos meses. Fue en abril de 1997, durante su segunda y definitiva visita, cuando Rosa me confirmó que, efectivamente, habría exposición. Pocas semanas después me confirmó las fechas: del 17 de septiembre al 18 de octubre. Mi exposición abriría la temporada 87-88 de la Sala Montcada. Aquí comenzó todo.
Cuando se me ha dejado y he podido, he preferido que los textos de mis catálogos sean de poetas, escritores y gente afín. Rosa Queralt no puso objeción ninguna a que fuera Jesús Ferrero quien se ocupara del texto de presentación. Pasó por el taller una mañana para ver el material sobre el que había de escribir y días después nos citamos, para charlar con algo más de extensión, en una bodega de la calle Hospital que servía un vermut casero excelente.
Las esculturas se llevaron a la sala a finales de julio, se dispusieron, iluminaron y fotografiaron para el catálogo y se quedaron allí los casi dos meses que la sala permaneció cerrada. Muy prudentemente, a primeros de agosto me fui de vacaciones a Turquía.
El resto es historia en minúsculas y tuvo una vertiente más o menos pública. La exposición se inauguró puntualmente el jueves 17 de septiembre de 1987 a las siete de la tarde. Al día siguiente me entrevistó Llàtzer Moix para La Vanguardia y a los pocos días me llamaron para otra entrevista en Catalunya Radio. Aparecieron reseñas y artículos de cierta extensión en Diari de Barcelona, Avui, La Vanguardia, El Periódico, El Món y Quaderns. No sé hasta qué punto fue una buena exposición, pero me consta que tuvo una gran afluencia de público y que incluso gustó. Quizá con eso ya sea suficiente. El día en que acababa, yo mismo visité de incógnito la sala.
“La pagoda del abismo” pertenece a la Colección de Arte Contemporáneo de La Caixa y “Jardín cautivo” a la colección de la Comunidad Autónoma de Madrid. En 1988 ambas figuraron en la muestra “Estructuras, espacios, poéticas”, que pudo verse en  la salas del Canal de Isabel II en Madrid. Ese fue su fin de trayecto. No me consta que en estos veinticuatro años que han transcurrido desde entonces hayan sido incluidas en exposición ninguna.
“La Hiedra” tendría una suerte bien distinta, más radical y acaso más triste pero ni mejor ni peor que la de figurar en el censo de una colección y dormitar en algún remoto almacén. El ácido del tiempo y mi desidia pudieron con ella. Uno de los capiteles lo regalé y los restos desmembrados de la pieza se quedaron en el taller de la calle Riereta cuando lo dejé. Nunca más he sabido.













                                    †