domingo, 25 de marzo de 2012

LIBROS DE LA NOCHE DEL CORAZON II


El brillo pasajero de un libro en el estante es un fenómeno de refracción de la luz sobre el lomo del volumen, y en nada se parece al destello perpetuo de un título, la faceta encendida de un diamante impreso que nos titila en la oscuridad total del corazón. La luz inolvidable de algunos libros ha quedado adherida a nuestras vísceras y ese fulgor nos hace luminosos por dentro. Eso explica el plus de claridad que tienen las radiografías  de quien ha sido turbado de por vida por un libro.
La luz pura de esta entrañable edición de la Divina Comedia sigue  incrustada en nosotros como una vieja brasa. Uno ha comprado u hojeado furtivamente otras ediciones: bilingües, ilustradas, en tres tomos, anotadas con erudición, puestas al día, magníficas, hermosas, definitivas, fascinantes; y sabe, por comparación, que esta hermosa edición es humilde y puede que hasta deje bastante que desear en lo fundamental. Pero es el aparato defectuoso que en su día nos deslumbró, y no tiene repuesto.
Aunque es compleja y polisémica, y la exégesis la ha abierto en canal y escudriñado con largueza, la obra es fruto de la pasión amorosa, y esta no entrega la llave de su ciudadela al primero que pasa. El metal último de ese impulso irracional lo viste Dante con teología, harapos de mortaja y  hábitos de beato. Debajo de toda esa ropa conceptuosa está el fantasma de Beatriz, la niña que se había cruzado con Dante por las calles de Florencia cuando ambos tenían nueve años. Ella ni reparó en él, pero Dante quedó tan absolutamente subyugado por su imagen, que más tarde definiría la estampa de aquella muchacha como la de un “ángel jovencísimo”.
Uno revuelve en el tocho de la Divina Comedia y encuentra billetes de metro, papeles con números, hebras, guedejas. Al cabo de tantos años, y los escombros de la lectura siguen ahí. Uno vuelve a la página donde  Virgilio deja a Dante al borde del Leteo —“Ya no esperes mi voz o mi consejo…”—, y encuentra todavía flechas en los márgenes, viejas señales de haber cruzado ese río. O va con Dante por los descampados matutinos del Purgatorio al encuentro de Beatriz, llega hasta la página señalada con la entrada de un cine que ya no existe y ve de nuevo con los ojos del poeta “…a una mujer con manto verde vestida del color de viva llama”. Las marcas siguen en su sitio, todo está igual.
Un pico de papel cebolla muy tostado señala algo hacia el final del libro. A cubierto de la luz, la tira es por dentro una lámina de escarcha que se ensancha hasta ocultar el texto. A través de ese velo se lee perfectamente la modesta línea en que acaba todo: “el amor, que mueve el sol y las estrellas”. Tras esa cúspide va el índice y después el colofón, que nos baja de esas alturas místicas a nuestro plano y nos recuerda que esa hermosa edición se hizo en este mundo:

La   impresión   del   presente   volumen,  a
cargo de los «Talleres Gráficos Saturno»,
Torrente de las Flores, 14, Barcelona,
concluyó el día 24 de diciembre
de 1960.  El papel lo fabricó
«S.  A.  Payá  Miralles»   de
Valencia. La encuadernación
fue realizada en los talleres
«La encuadernadora
Moderna, S.A.»
de Barcelona.






"La Divina Comedia", Plaza & Janés, editores. Barcelona, 1960.

domingo, 18 de marzo de 2012

LIBROS DE LA NOCHE DEL CORAZÓN I



Es fama que Siddharta Gautama preguntó una tarde a sus discípulos que cuánto vive un hombre. Cada uno de ellos respondió con una cifra distinta pero siempre referida en años. Cuarenta, sesenta, treinta. El maestro sopesó cada uno de esos cardinales y a continuación se pronunció. Su respuesta, inesperada y lúcida, ha quedado como epítome de lo visto y no visto que viene a ser nuestro paso por el mundo: “Un hombre vive sólo un instante”.  
Cuando hacia 1974 —hace apenas un instante— Plaza & Janés publicó esta Antología de Sylvia Plath, uno ya formaba parte de la plantilla de aquella editorial. Con sus lecturas de adolescente rayado sin cesar y sus vates domésticos que piden la paz y la palabra, entra uno a trabajar en una editorial y este es el primer libro con el que se cruza. El lenguaje misterioso y los destellos perturbadores y sublimes de esas páginas impusieron su rareza y la hicieron prevalecer de inmediato sobre el resto de mis poetas favoritos de entonces. La intoxicación fue aguda y fulminante. La concentración en sangre de esa toxina se mantuvo alta y estable durante muchos años. Es, sin lugar a dudas, uno de los títulos capitales de mi vida; uno de mis libros de la noche del corazón.
A cuarenta años vista de todo aquello —que sólo es la esquirla de un instante—, el libro aún forma parte de mi humilde biblioteca. Aunque me he hecho con otros de y sobre la Plath, el sufrido volumen guarda todavía la esencia inalterable y el inolvidable aroma del hallazgo. Abrir ese libro es empujar la cancela del jardín descuidado donde uno vio, a una edad influenciable, la adormidera emboscada entre la alfalfa, una flor lúgubre bajo la enramada y, sobre todo,  el nombre precioso de la muerte impreso en el envés de cada hoja.
De los créditos al colofón, las de ese libro son las hojas de un jardín dejado. Uno todavía se orienta entre la maleza crecida, reconoce estelas precisas entre esa hierba de cementerio que el viento inclina hacia el pasado: “El verano envejece, madre fría”, “El amor te dio cuerda como a un reloj de oro”, “El olor a muerto del sol contra chozas de leño”.
Por entre huesos dispersos y lápidas cubiertas por el liquen del lenguaje he ido muchas veces de los créditos al colofón de ese libro. Entre rastrojos difuntos, una senda lleva de la apertura luminosa y legal, donde consta que la primera edición es de mayo de 1974, a la de su clausura desangelada y fabril:

ESTE LIBRO HA SIDO IMPRESO EN LOS
TALLERES DE INDUSTRIAS GRÁFICAS
«RIGSA» ESTRUCH, 5
BARCELONA





                           
                                                                                  


viernes, 9 de marzo de 2012

ESTRUCTURAS, ESPACIOS, POÉTICAS.

“Estructuras, espacios, poéticas”. Ese era el título de la exposición a la que fuimos invitados a participar a principios de 1988, apenas tres meses después de la clausura de la que hicimos en la Sala Montcada. La muestra se instaló en las muy peculiares salas del Canal de Isabel II en Madrid, un  imponente depósito de agua reciclado en sala de exposiciones y centro cultural. Por el espacio que ocupó en ella nuestro trabajo y número de piezas que llevamos, fue una muestra colectiva que vivimos en su día con el entusiasmo del que se estrena y como si de una exposición individual más se tratase.
Compartíamos cartel con Ricardo Catania, Curro González, Pilar Insertis, Juan Lacomba, Virginia Lasheras, Miquel Navarro y J. Alfonso Sicilia. Exceptuando a Miquel Navarro, que ya era escultor de calado y pleno reconocimiento, los demás éramos gente de trayectoria menor, discreta o que justo entonces comenzaba a darse a conocer, como era nuestro caso. La mayoría éramos lo que ahora se conoce como “artistas emergentes” pero que por entonces —aún no se había acuñado ese término— éramos simplemente “nuevos artistas”, expresión algo más llana que la anterior pero cuyo contenido semántico es equivalente y denomina al pelotón de plásticos, creadores y artistas de turno de todo pelaje y condición que cada temporada aparecen, dicen lo suyo y son a continuación deglutidos —la mayoría de ellos sin miramiento alguno— por el escualo del arte, perfectamente dotado para las funciones básicas de control demográfico e higiene del ecosistema.

Todo vino a suceder, más o menos, así. A principios de enero de 1988 me llegó una carta de Lola Garrido, quien llevaba entonces las riendas del Canal de Isabel II. Me decía que había recibido un catálogo de nuestra anterior exposición, que le parecía una excelente apertura y que estaría encantada de contar con nosotros para la muestra colectiva que estaba organizando. Dejaba un número de teléfono.
Como es evidente, el asunto nos interesaba. El artista emergente, nuevo, recién llegado o como quiera denominársele, lo que ansía es hacerse visible entre la turba de afines. Después ya se verá qué y cómo construye, pero la piedra fundacional del edificio de su porvenir es la visibilidad. Las leyes y la climatología que imperan en las soledades panorámicas y descampados inclementes donde se hacinan esas muchedumbres son muy rigurosas. Hacerse ahí con una mínima parcela de suelo firme y levantar a duras penas un penoso cobertizo donde protegerse de la helada —a ser posible con un tejadillo de obra al que encaramarse para ganar presencia—, no es tarea sencilla. La visibilidad es en esas etapas primerizas el maná nutricio; siempre cae del cielo.
En nuestra primera conversación lo importante quedó ratificado. Participaríamos en la exposición. Los demás asuntos se acabaron de perfilar en pocos días. Llevaríamos a Madrid cuatro piezas, las tres de nuestra anterior exposición y una nueva, “Laberinto húmedo”, que si bien era algo diferente a las otras —uno había comenzado ya a peregrinar por las formas—, era de tamaño generoso, también incluía agua y no desentonaba del conjunto.
Todo era felicidad, cuando hete aquí que surge un contratiempo, una dificultad de orden diplomático cuya viabilidad se había dado por sentada. Nadie había contado con que ese imponderable pudiese fallar. La Fundació la Caixa se negaba a ceder temporalmente “La pagoda del abismo”, obra nuestra que forma parte de su colección de arte contemporáneo. Yo me dirigí por escrito a la dirección de esa entidad apelando a que en mi condición de escultor incipiente la cita de Madrid era muy importante para mí, y la pieza depositada en su colección, una de mis principales bazas. Ni por esas. La negativa se mantuvo en firme hasta que la mediación de Rosa Queralt hizo cambiar de opinión a María Corral, directora por entonces de la colección.
El transporte de las piezas a Madrid, que corría por cuenta del Canal de Isabel II, se hizo en viernes con un camión de Transresa que llevaba obra para otras exposiciones. No recuerdo cómo surgió la posibilidad, pero acabé viajando con los dos chóferes en la cabina del camión. Se dedicaban exclusivamente a mover exposiciones por todo el país, y, como es natural, trataban con infinidad de artistas, comisarios y otras gentes del mundillo. Tenían un buen repertorio de anécdotas que compartieron conmigo. Me calaron antes de que pudiera articular palabra, no se les despintó que yo era un pipiolo que apenas tenía rodaje. Fue un viaje entretenido, divertido y aleccionador. Llegamos a Madrid por la tarde y fuimos directamente al Canal a descargar lo nuestro. El montaje comenzaría el sábado a primera hora.

Madrid ha sido siempre muy entrañable para mí. Hacia esa época había entrado ya en declive, pero era todavía un emplazamiento fundamental en mi biografía; una ciudad a la que acudí muchísimas veces y a la que siempre acabo por volver, cada vez con más achaques de nostalgia. El amanecer en Madrid con un cielo de lava erguida, aroma de churros y una muchacha que pronuncia de manera inolvidable algo tan elemental como “…vivo por Delicias”. El ocaso en Madrid con esa luz de purgatorio lavada a la piedra,  esa nitidez de vidrio apagándose de manera absolutamente memorable en los aleros y en el brazo de una muchacha que señala un diamante nocturno: Sirio en el cielo de Madrid, en la vertical del Retiro como una gema en suspenso sobre el edén.

La disposición, montaje e iluminación de las piezas me ocupó todo el sábado. Miquel Navarro y yo éramos los únicos expositores que andaban manos a la obra. La inauguración era el miércoles; daba tiempo de sobras para dejarse caer por allí el lunes y comenzar a montar. Mi caso era especial. Había faltado ya demasiados días al trabajo por asuntos particulares y no quería seguir restando días a mis vacaciones de verano –ese era el pacto con la empresa—, así es que mi estrategia era montar en fin de semana y no asistir siquiera a la inauguración.
A la hora de comer apareció por allí Lola Garrido y me invitó. Fue durante la sobremesa cuando me hizo una revelación sorprendente acerca de la controversia que se había suscitado días atrás. Al parecer, otro de los llamados a exponer no aceptó de buen grado que fueran nuestras piezas las que ocuparan la planta baja del edificio, lugar por donde se accedía a la exposición y sin duda mejor espacio que cualquiera de las plantas superiores exceptuando la última, la gran habitación esférica que había sido cisterna del depósito, reservada para que Miquel Navarro desplegase una de sus ciudades de metal y terracota.
Las otras piezas ya las había visto expuestas, pero tuvo algo de descubrimiento ver cómo lucía bajo los focos “Laberinto húmedo”, que salía por primera vez del taller. La pieza era potente y no desentonaba del conjunto, aunque era evidente que tenía otra fábrica. No se trataba de talla, sino de construcción con listones de una hermosa y basta madera tropical que había venido desde el otro lado del mundo hasta mí, su destinatario ideal.
La firma editorial para la que trabajaba —y aún trabajo— comenzó un buen día recibir los libros devueltos de una de sus filiales sudamericanas en palets forrados y aislados con una madera tropical áspera y maravillosa, que viajaba semanas en la bodega del navío y llegaba a Barcelona salitrosa y en óptimas condiciones para ser utilizada en aquel trabajo recio y viscoso que fue “Laberinto húmedo”.
Dejé mi contribución a la exposición montada e iluminada y me fui de Madrid el domingo a mediodía. Dejar Madrid. El suplicio de ver pasar las afueras, los arrabales fugaces y los vertederos de Vicálvaro en una exhalación es llevadero; lo peor es ir haciéndose a la idea de que una remota constelación con nombre de muchacha se acelera hacia el olvido. Siempre que dejo Madrid, repito para mí el mismo mantra: “…vivo por Delicias”.
La muestra, que coincidió con la edición de ARCO de aquel año, pudo verse del 10 de febrero al 27 de marzo de 1988. Que yo sepa, únicamente apareció en la prensa una reseña firmada por Fernando Huici, que no era precisamente halagadora con el montaje y la disposición general de la muestra pero reconocía el interés y la valía de quienes participábamos. A pesar de que había quedado fatal no asistiendo a la inauguración, yo me había hecho ya a la idea de no aparecer siquiera por el Canal, donde me guardaban todavía el cartel de la exposición y los tres catálogos que me correspondían. Quedaban apenas ocho o diez días para que concluyese la exposición y les envié una serie de instrucciones acerca de cómo había que desmontar las piezas, con el ruego de que me remitieran también el material gráfico que me guardaban. No vería “Estructuras, espacios, poéticas”, una exposición de tiros largos en la que participaba, pero de la que únicamente podría hablar de oídas.

Puede que su lógica sea todo lo caprichosa e inescrutable que se quiera, pero el destino a veces se comporta. Quedaban apenas tres o cuatro días de exposición, cuando una tarde a primera hora llegó a mis oídos que el departamento de edición había soltado un mochuelo con el que nadie quería cargar: era imprescindible entregar un sobre antes de las 7 p.m. en la redacción de Cambio-16 en Madrid. Entre semana nadie quería darse un palizón de taxis, aviones y más taxis para volver a casa a las diez de la noche como pronto. Pero allí estaba yo; y lo que para cualquier otro hubiera sido un marrón, fue para mí una hermosa dádiva del destino.
Ya no tendría que hablar de oídas de aquella exposición; la vi de arriba abajo. Contemplé cómo la cuarentena larga de días de calefacción y focos había acabado evaporando el agua de mis piezas. Según me dijo el bedel, había durado apenas quince días. Nadie se había molestado en reponerla y mantenerla en su nivel. “Laberinto húmedo” era apenas un vestigio árido e irreconocible de la pieza fresca y umbría que yo había dejado en aquel mismo lugar.
Aunque éramos jóvenes todavía, esta exposición nos dejó ya entrever la que acabaría siendo una gran lección de experiencia: que lo más prudente es ir exponiendo sin hacerse ilusiones respecto a nada. Pero entonces era todavía entonces, y la insípida verdad del arte aún tenía para nosotros sabor de leyenda.
La Comunidad de Madrid me compró “Jardín cautivo” para su colección. “Laberinto húmedo” no figura en el catálogo de la exposición ni aparecería nunca en publicación alguna. El cartel de “Estructuras, espacios, poéticas” lo conservo enmarcado en mi taller. Alguna vez he soñado que las lepismas y las larvas comedoras de papel lo empiezan por la esquina donde figuran el lugar y el año. Madrid, 1988.












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domingo, 4 de marzo de 2012

EN CARNE VIVA I

Tenemos la suerte de contar con muchos diseñadores gráficos entre nuestros amigos, bastantes de ellos son también suscriptores de Libros De La Micronesia. Con algunos la amistad viene de lejos y a otros nos los hemos ido encontrando en los recodos del camino. Son profesionales de valía contrastada que se ganan la vida con su actividad, gente a la que respetamos pero con la que hemos venido sosteniendo largas discrepancias que, afortunadamente, suelen solventarse sin animadversión ni acritud. El color, forma, vivacidad y talante de esos debates ha sido muy diverso y ha evolucionado con los mismos achaques con que lo ha hecho la amistad, pero su fondo se ha mantenido prácticamente inalterable a lo largo del tiempo.
Para llegar adonde vamos hay que partir de hechos ineludibles y reconocer que entre el numeroso gentío que ha colaborado con De La Pulcra Ceniza apenas hay diseñadores gráficos. Los contados que han trabajado para nosotros lo han hecho en alguna parcela específica y acotada del número de turno de Libros De La Micronesia. De manera que ningún profesional de esa disciplina ha dejado su impronta o sello específico en el aspecto de la colección ni en el de ninguno de sus números en particular.
Para bien o para mal, la imagen de la colección en su conjunto y de prácticamente todos los pormenores de cada uno de los  nueve números de que actualmente consta han corrido de nuestra cuenta. Si bien la solvencia, calidad y eficacia probada del diseño profesional están a todas luces ausentes en nuestra colección, no es menos cierto que esa actitud deliberada de rechazo nos ha mantenido lejos de sus lugares comunes y sus tics inevitables. Aun así es evidente que no nos hemos librado de esas lacras u otras peores, pero nos reconforta pensar que se trata de errores que al menos son inequívocamente nuestros.
La vieja línea de discusión y fricción que mantenemos con los diseñadores es nítida y sigue un dibujo muy preciso. Muy en contra del parecer de la mayoría de ellos, hemos venido sosteniendo que cuando se quiere hacer algo peculiar e inequívocamente de uno, el ideario del diseño al uso, sus planteamientos y hasta su mera presencia hay que dosificarlos al máximo o incluso no aplicarlos en absoluto. El ideal de esa defensa numantina contra los envites del diseño es prescindir de sus profesionales, por amigos que sean.
Puesto que el antidiseño, el diseño distraído y el diseño al que se la trae al pairo el diseño son a estas alturas escuelas y tendencias reconocidas y ya entronizadas, cabe por tanto admitir que la profesión ha concedido a la entropía, al principio de incertidumbre y a quienes van a la contra carta de naturaleza en el seno de su actividad. Si la discrepancia está admitida ¿Por qué sigue abierta entre mis amigos diseñadores y yo una vieja discusión que  parece no tener fin? ¿Por qué no cicatriza?
Esa vértebra en carne viva que siempre se acaba resintiendo, cuyo roce en la conversación reabre de inmediato las viejas disputas, no es otra que nuestra convicción y férrea defensa de que el diseño gráfico, como asunto meramente subalterno que en definitiva es, se ha de contener y a ser posible disimular hasta lo invisible con tal de que no acapare ningún tipo de protagonismo, que siempre será a expensas del producto al que debe servir.
Suele decirse que el hombre mejor vestido es el que pasa absolutamente desapercibido. Nosotros entendemos que otro tanto pasa con el diseño gráfico, que cuando es genuino no sabe a nada, no tiene aspecto de nada en particular y apela únicamente a la discreción y a las soluciones plásticas archisabidas, esas que de tan memorizadas son ya invisibles.
La etiqueta de una botella de buen vino  y la carátula de una publicación pasable han de ser discretísimas, casi anodinas. Y cuando cobran protagonismo es porque el diseño se ha extralimitado y se ha apropiado de un papel que no le corresponde.
El pinchazo de dolor agudo en esa vértebra tocada se dispara cuando apostillamos y dejamos caer que acaso todo eso ocurra porque el diseño gráfico ha dejado de ser un género menor o una artesanía cultivada por grafistas, y han pasado a ocuparse de esa noble, apacible y exquisita manualidad gentes espoleadas por un excesivo afán de notoriedad, que no nace de ellos ni les es propio —son, como hemos dicho, buena gente— sino que se debe simplemente a que se han puesto demasiadas expectativas en esa actividad y las ha excitado un ente  que no es precisamente trigo limpio: el mercado.
A estas alturas la conversación suele entrar en una nueva fase. Es entonces cuando de manera recurrente se nos lanza un reproche que impacta de lleno en nuestra línea de flotación. Se argumenta  —probablemente con razón— que nuestra defensa a ultranza de esa posición no deja de ser una pose, y que nuestro diseño autista es el que es porque el tamaño, talante de nuestro proyecto y marginalidad a ultranza que profesamos lo requieren así. Tocados. Y que si tuviésemos que colocar nuestras ediciones a espabilarse por sí solas en las mesas de las librerías, tendríamos seguramente una visión muy diferente de qué se le exige hoy al diseño gráfico. Hundidos.
De todo eso se habla, más o menos en ese orden y con palabras parecidas, en nuestras sobremesas desde hace mucho, que concluyen, como decíamos al comienzo, sin animadversión ni acritud.
Mostramos a continuación una cuidada selección de carátulas de Libros De La Micronesia por las que hemos sido vivamente reprendidos por las gentes del diseño. Por alguna de ellas incluso se nos ha leído muy severamente la cartilla.











                                                                             
                                                                                    


jueves, 1 de marzo de 2012

ESPAI BETÚLIA

Isabel Graña, responsable del Espai Betúlia, nos ha confirmado esta mañana que De La Pulcra Ceniza hará una exposición en su imponente espacio a principios de 2014.
Es para nosotros motivo de gran satisfacción que una entidad de ese prestigio nos abra su casa.
Bien situado en el centro de Badalona, equidistante un par de travesías de las estaciones de Renfe y de Pompeu Fabra de la línea 2 del metro, Espai Betúlia comparte edificio con la biblioteca Can Casacuberta y está dedicado prioritariamente a la divulgación del patrimonio literario y la interacción de las artes con el mundo de la palabra y las letras. Dispone de un espacio para exposiciones grande, diáfano, muy bien equipado y absolutamente deslumbrante.
La vida es pura contingencia, y para la cita de 2014 aún falta bastante. Con la debida cautela, avanzamos que el título provisional de la exposición es Nil avall (Nilo abajo), y mostrará prácticamente toda nuestra producción desde 1995.
La amplitud del espacio nos permitirá incluir en la muestra los 50m2 que ocupa Libro del sábado, obra inédita en la que trabajamos desde 1998 y que es, con toda seguridad, nuestro proyecto más ambicioso y potente. 






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