sábado, 30 de junio de 2012

NOVIEMBRE INTACTO



                                                    Lúgubre tambor
                                                    el de la lluvia
                                                    percutiendo en el follaje.

Pardas como las aguas crecidas de un río sólido que fluye ligero, las arenas implacables del tiempo lo engullen todo. Aunque el avance de los glaciares no es menos inexorable y voraz, lo cierto es que de tanto en tanto, cada varias centurias, los cursos de hielo y las morrenas debilitadas por el estío  nos devuelven algún objeto intacto: una cría de llama ardida por el frío, la cantimplora de un alpinista, el casco de un soldado romano o un cazador neolítico con toda su impedimenta. Pero la usura  del tiempo es de otra pasta: no recula y jamás devuelve nada. Únicamente el aroma sutil de los recuerdos es capaz de ascender a través de la espesura de ese lodo de años y retornar ileso.
El pasado mes de febrero se cumplieron veinte años de la clausura de “Noviembre intacto”, mi ya lejana exposición en la Sala Fortuny del Centro de Lectura de Reus, una remota y olvidada muestra de las muchas que pasaron por aquella sala de exposiciones cuando estaba en su apogeo.
La Sala Fortuny es sin duda el espacio expositivo más hermoso de todos en cuantos he expuesto. Está en el primer piso del magnífico palacete que ocupa el Centro de Lectura, sobre la miniatura exquisita del Teatro Fortuny. Es un amplio espacio rectangular de ángulos redondeados por yeserías decoradas con frescos y molduras doradas, alto, cerrado por una gran claraboya que ocupa todo el techo y con el suelo de mármol travertino de un blanco ahuesado absolutamente inolvidable. Es un gran espacio sobrio y suntuoso, en el que realicé mi exposición más despejada y austera.
A principios de la década del 90 el Centro de Lectura de Reus formaba parte del circuito de galerías y salas de exposiciones ubicadas fuera de Barcelona. Esa periferia aliviaba el atolladero de artistas en  que se había convertido la urbe, y servía como vía de descongestión y drenaje parcial de un panorama artístico recalentado, sobresaturado y claramente necesitado de la drástica reconversión que no tardó en llegar. En aquella época la Sala Fortuny del Centro de Lectura se había convertido en un prestigioso enclave expositivo llevado con mano de hierro por un Consejo de Exposiciones, exigente colectivo del que formaban parte, entre otros,  Manel Llauradó y Joan Rom, escultores ambos.
Fue precisamente Manel Llauradó quien, hacia el verano de 1991, me llamó un sábado por la mañana y me comunicó que mi propuesta “Novembre intacte” (Noviembre intacto) había sido aceptada por el Consejo y que mi exposición quedaba emplazada para enero, cuando se clausurase la de Carlos Pazos.

…nada hay en el paisaje visto que arda con tanto disimulo como la ortiga aterida.
En el frío llega larvada la muerte, y, hacia el ocaso, cuando el hielo se haga denso y brille definitiva la luna en él, un chasquido de rama partida dará entrada a la noche.

“Noviembre intacto” fue mi tercera exposición individual, y, fiel a mi divisa “no saturar, no repetir”, se componía de unas pocas piezas que habían surgido tras el reajuste y la severa depuración de una serie de procesos que ya había empleado anteriormente, que si bien parecían muy distintas a todo cuanto había hecho hasta entonces, eran en realidad las prendas de siempre pasadas repetidamente por el batán y el agua pura hasta reducirlas a un solo hábito impoluto y ligero.
Tal y como recogía la extensa propuesta que remití al Centro de Lectura a principios de 1991, “Noviembre intacto” era un decantado de sensaciones muy severamente desbrozado y reducido a su expresión esencial, una paciente destilación de imágenes primordiales y grumos de recuerdos progresivamente purificados hasta extraer de ellos una esencia muy simple. En esas pocas piezas, despojadas y humildes hasta la pobreza, se halla repetido el cociente último e indivisible del otoño hermoso y brutal como yo lo vi de niño, su único hueso puesto a la intemperie.
Además de argumentación y documentación gráfica, la propuesta incluía también algunos textos de creación que habían brotado al hilo del trabajo propiamente escultórico; fragmentos que, junto al texto límpido y esclarecedor de Rosa Queralt, acabarían figurando en el catálogo de la exposición, que se inauguró puntualmente el viernes 17 de enero de 1992 a las ocho de la tarde, acto al que algunos amigos tuvieron la deferencia de desplazarse desde Barcelona.

…la noche cae con estrépito de astros y de escarcha; la muerte se hace verosímil, ululante.
Únicamente un poso de agua tibia, a recaudo del frío en la hondura del valle, sabe con certeza que marzo existe.


Vista al cabo de veinte años, “Noviembre intacto” es una instantánea bucólica, movida y con el color muy alterado por el tiempo en la que, no obstante, uno se reconoce más joven pero puesto ya en el surco definitivo de su vida. Como algunos amigos que vinieron a la inauguración y, desgraciadamente,  ya no están —Gabi, Mercedes—, la mayor parte de las piezas de aquella exposición se han quedado en algún punto del camino a estas alturas ya inubicable. Solo puedo dar fe del paradero de dos de ellas. La campana de barro pertenece a la colección del Centro de Lectura de Reus, y la retícula de madera montada sobre una estrella de agua, a la del diario Avui, que la incluyó en la muestra “Fons d’Art de l’Avui”, expuesta en el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) en la primavera de 1995, en cuyo catálogo aparece.

(Los textos en cursiva pertenecen al catálogo de la exposición “Novembre intacte”, editado por el Centre de Lectura de Reus, si bien en esa publicación aparecen traducidos al catalán por Rosa Pagès).

Cartel de la exposición (la fotografía es de Bill Brandt).

La sala durante el montaje












El autor junto a una de las obras.

Cubierta del catálogo.

Texto de Rosa Queralt.




                                                                              



  

martes, 19 de junio de 2012

LA PELLIZA DE HIEDRA



No es el remolino de briznas
lo que hipnotiza  los tordos
tras la tormenta.

Ha sido el brillo fugaz
—ya declinaba la pedrea—
de un cuchillo visto
al alisar el viento la maleza
que oculta las traviesas.

En febrero de 1996 yo era un escultor cuya trayectoria acabó de dibujar una curva descendente en el cielo de la escena barcelonesa y se precipitó hacia el olvido. Hacía apenas nueve años de mi primera e impactante muestra individual en la sala de La Caixa de la calle Montcada, y tras un reguero de exposiciones que salvo excepciones habían pasado la mayoría de ellas sin pena ni gloria, inauguraba en el discreto Pati Llimona de Barcelona —sala cercana a la de la calle Montcada pero de nivel sensiblemente inferior y sin ningún tipo de pedigrí— una exposición cuyo eco sería prácticamente inexistente. Aunque mi carrera como escultor no acabó allí, lo cierto es que “La pelliza de hiedra” —ese era el título de la muestra— abrió un serio paréntesis, una moratoria voluntaria que se cerraría al cabo de doce largos años.
Si no recuerdo mal, en el otoño de 1995 Jeffrey Swartz me telefoneó para preguntarme si estaría interesado en participar en un ciclo de tres exposiciones que se iba a llevar a cabo, bajo su asesoramiento, en el Pati Llimona, no en su sala habitual sino en un nuevo espacio habilitado en el pequeño mirador que da a los sillares y al paño de muralla romana que forma parte de la estructura del edificio. El ciclo se iba a llamar “Sobre las ruinas”, y la idea base de su argumento era poner en contacto los nobles y severos vestigios de la Barcino romana y la fugacidad y obsolescencia inmediata del arte de nuestros días.
Según supe después, se trataba de una iniciativa que la dirección del Pati Llimona ponía en marcha con objeto de abrir su casa a la plástica del momento y, si todo rodaba, posicionarse en el mapa de nuevos enclaves expositivos de Barcelona. En principio se trataba de un ciclo puntual que, dependiendo del eco que todo aquello despertara en la prensa, tendría o no continuidad. Obviamente no les interesaba el arte del momento, sino lo que este pudiera hacer por la revitalización y el reflote del nombre de esa institución en los medios. El factor decisivo iba a ser la prensa; todo se apostaba, en tres únicas exposiciones, a esa carta.
Con Jeffrey acordamos que lo apropiado era llevar la pieza de barro prensado de tamaño respetable que había expuesto recientemente en la Fundación Pablo Serrano de Zaragoza; una caseta ruinosa con las paredes interiores cubiertas por una hiedra de papel vegetal, que tenía por suelo una lámina de agua enlodada. Nos interesaba el violento contraste entre aquel débil chamizo de intemperie y las piedras soberbias de la vieja Barcino. La exposición se acabó de completar con dos pequeños relieves, en barro y en cera, realizados a lo largo del otoño-invierno de aquel año.
Por entonces yo era, aparte de escultor en caída libre, un muy humilde editor en ciernes —estado que nunca he rebasado— que bajo el sello De La Pulcra Ceniza había venido publicando unas sencillas plaquettes de gente que conocía y me gustaba, y decidí que, para acabar la serie y pasar a asuntos de mayor calado en ese ámbito, nada mejor que alimentar la propia vanidad editándose uno mismo.
“La pelliza de hiedra” fue exposición modesta y sin catálogo, pero contó con la dimensión añadida de un brevísimo poemario tirado a una sola tinta: La caseta del guardagujas.  El cobertizo desolado que ocupaba la sala era un desdoblamiento en el plano físico de la caseta vapuleada por los elementos que se menciona en esas páginas escasas.
…la caseta del guardagujas
bajo gálibos y cables
 de un tenue hierro que transpira.

Como decía más arriba, todo se apostaba a una sola carta; y perdieron, perdimos. Únicamente apareció, haciéndose eco de todo el ciclo, una reseña de cierta extensión en Avui. La dirección consideró que aquella escasa atención de los medios no cubría las expectativas, y que el ciclo “Sobre las ruinas”  era principio y final abrupto de las actividades del Pati Llimona dentro del ámbito del arte contemporáneo.
Todo parece indicar que “La pelliza de hiedra” tuvo escaso público a lo largo de las cinco semanas que duró su exhibición. En lo referente a su recepción y a las opiniones que pudo suscitar, es de largo mi exposición más parca y misteriosa; yo la tenía por semiautista y prácticamente muda al respecto hasta que, al cabo de seis u ocho años, coincidí en la calle con Àngels Viladomiu (colega de gremio y hoy profesora de la Facultad de Bellas Artes de Sant Jordi), quien me dijo que la había visto por casualidad, que le  pareció una hermosa y evocadora exposición echada a perder en un espacio interesante pero sin posibles y sin la suficiente capacidad de convocatoria. Aunque no deja de ser una opinión, es evidente que Àngels dio de lleno en el clavo.
La chispa de mi corta y discutible trayectoria como escultor fue a caer al  suelo encharcado de aquella caseta desolada, y se apagó.
En el paso a nivel, de noche,
un tren cargado
de acero insolente para coches
destroza a la muchacha
que buscaba luciérnagas
para ponérselas mañana
—hija del guardagujas—
en su boda luminosa entre el peinado.

 Después de albergar “La pelliza de hiedra”, última de las tres exposiciones que por allí pasaron, se retiraron los focos y aquel espacio recoleto volvió a ser el pequeño mirador que da sobre los sillares y el noble paño de piedra de lo que fue una de las puertas de la muralla romana de Barcino.
(Los fragmentos en cursiva pertenecen a La caseta del guardagujas, De La Pulcra Ceniza, 1996).


Barro, papel, pigmento, madera y agua. 2,13x1,42x1,32 m. (1995)
















       
                                                                                  



                                                                                      

martes, 5 de junio de 2012

BIBLIOTECA FÓSIL, Nº 8



Biblioteca Fósil es la colección más radical de De La Pulcra ceniza y el ejemplo que mejor ilustra el talante verdaderamente peculiar de nuestro proyecto. Ninguna de las piezas que la compone es una labor de imprenta, y ni siquiera su factura, y mucho menos su técnica, tienen parentesco alguno con las Artes Gráficas.  No obstante esa filiación extraña, nosotros la presentamos y defendemos, con total honestidad y sin ningún tipo de complejo, como colección neta y estrictamente editorial, en el sentido amplio, necesariamente renovador y no siempre ortodoxo que puede tener en nuestros días editar.
Hace apenas unos días, colgamos en este blog una larga entrada donde exponíamos el concepto y las claves de la colección, y dábamos también cuenta de los pormenores de sus inicios en 2006. Lo cierto es que esa información la extrajimos de la memoria con que presentamos la Biblioteca Fósil a los Premios Art Fad en su convocatoria de este año. De ese premio ya fuimos finalistas en 2006 con el séptimo número de Libros De La Micronesia, y esta misma tarde nos han comunicado que estamos nuevamente seleccionados y participaremos en la exposición de la que saldrán los premios de este año.
Con esta réplica exacta en piedra de la mítica primera edición de Four Quartets, octavo número de la colección, iniciamos la presentación de cada uno de los doce de que actualmente consta la Biblioteca Fósil.  


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Biblioteca Fósil, nº 8
Four Quartets, T.S. Eliot
Harcourt, Brace & Company, New York, 1943


Aunque la editorial londinense Faber & Faber había editado previamente las cuatro separatas en un estuche, el lanzamiento de Four Quartets en forma de libro tuvo lugar en Estados Unidos.
Esa afamada edición príncipe no empezó con buen pie. La mayor parte de los ejemplares acabaron hechos viruta en la bala de papel de una imprenta de Brooklyn. Era, como indica el  colofón, un libro impreso en tiempo de guerra que se atenía a las regulaciones oficiales acerca del ahorro de papel y otras materias esenciales. Todo parece indicar que en Harcourt , Brace & Company, la editorial neoyorquina que lo publicó en la primavera de 1943, pusieron algo más que  celo en la sobriedad de la publicación. La paupérrima hechura del volumen no superó el control de calidad y la edición no llegó a ser distribuida.  Como era de prever, nada más llegar en pocos días a las librerías los ejemplares de la humilde pero digna edición definitiva, las aproximadamente ochocientas copias que del primer tiraje se salvaron para preservar el copyright y otros trámites legales entraban en la leyenda. Y ahí siguen desde entonces, en la zona preferente de la bibliofilia contemporánea.
De manera unánime,  ya desde el instante mismo de su aparición se ha considerado que este es el libro, la publicación encarnada en soberbio apogeo de la obra de T.S. Eliot y  rasero insoslayable para la poesía posterior.
Burnt Norton, East Coker, The Dry Salvages y Little Gidding, los topónimos que dan nombre a cada uno de los cuartetos, forman ya parte con La Mancha, Troya y Camelot del mapa del tesoro de la literatura; ese pergamino sobado que el boca a boca hace ir de mano en mano, de lector en lector.

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Ejemplar de blancura homogénea perfectamente conservado hasta en sus mínimos detalles de deterioro y desgaste. Son visibles todavía en la calcita los desperfectos de la sobrecubierta y demás indicios que delatan una lectura fervorosa y cierto descuido en el uso del volumen.
     Que esta piedra blanquísima de palidez lunar sea de este mundo y no de otro, nos hace afortunados. Sabemos que su interior inerte guarda las imágenes, la cadencia y el pálpito verbal de Eliot, y nos conforta pensar que en la síntesis eterna del mineral ha culminado sin duda el anhelo de fusión del verso de cierre de este libro cimero: “...y la llama y la rosa sean uno”.
     El escáner, que no ha podido acceder al interior del volumen, ha dejado bien patente que este trozo de calcita fue un sufrido, humilde y no obstante afortunado ejemplar de la primera edición de Four Quartets como libro.



Nº de registro                       BF0082011A

Ficha bibliográfica              Four Quartets
                                                 T.S. Eliot
                                                 Harcourt, Brace & Co. New York, 1943
                                                 40 páginas
                                                 Tapa dura con sobrecubierta
                                                 Tiraje: 3500 ejemplares


Ficha fósil                               Velocidad de fosilización: vertiginosa
                                                  Estado: Endurecido pétreo, blanco,
                                                  curado y con plena apariencia de calcita.
                                                  Peso: 615 grs.


Harcourt, Brace & Co. New York, 1943.

Biblioteca Fósil, nº 8 (2011), réplica en piedra de la edición original. Anverso.

Reverso



Prueba de escáner.

                                                                                 





domingo, 3 de junio de 2012

LIBROS DE LA NOCHE DEL CORAZÓN V




La entonación discreta, constante y maravillosamente sostenida sin mayor esfuerzo a lo largo de casi ochocientas páginas; el trazo sencillo, preciso y de una exuberancia perfectamente sujetada por las líneas de contención de una exposición y un ritmo absolutamente naturales; la adjetivación precisa dosificada con generosidad; el dibujo complejo de la vida social, el gozo y el tedio de la existencia y los colores del mar del Ampurdán destilados en párrafos hipnóticos de una cualidad estética, legibilidad y amenidad irreprochables… algo así. Además de una vibración inolvidable en la que cabría todo eso, hay un no sé qué de volátil e indescriptible en El quadern gris de Josep Pla.
En mi biblioteca de adolescente figuraba Pla como mero convidado de piedra. Tenía por entonces lecturas más perentorias y un abanico de intereses y curiosidades que caían lejos de las líneas de demarcación de su figura y su obra. Lo tenía delante, pero tardé muchos años en dar con Josep Pla.
No creo que mi caso sea especial. Yo diría que a Pla se accede de adulto.
En 1997 se celebraba el Año Pla y Destino publicó una caja con cinco de sus títulos más representativos. Uno de ellos era El quadern gris. Por entonces yo alimentaba mi humilde biblioteca con el trueque de libros por libros, muy ventajoso para mí. Había trabado amistad con un empleado de la  desaparecida Librería Francesa del Paseo de Gracia, quien, bajo mano, me permitía hacer un provechoso apaño. Yo le llevaba un libro de la editorial Plaza & Janés por un importe equivalente al del ejemplar de otra editorial que me interesaba. Un libro salía y otro entraba, el activo del negocio no sufría variación ninguna y todos contentos. Como digo, era muy provechoso para mí; trabajar en una editorial me ha permitido siempre el acceso a un flujo de libros permanente. Recuerdo que cambié la caja Pla por un lote de cinco libros de la colección Ave Fénix Serie Mayor, que por aquellos días era la colección de tiros largos de Plaza & Janés. Aunque era aun chollo que me habría permitido hacerme con una buena biblioteca sin mayor desembolso, lo cierto es que mis escrúpulos morales se me echaron encima. Al poco tiempo de incurrir en tales abusos los abandoné.
Fue entonces cuando leí El quadern gris y caí de inmediato en las redes de Pla. “Arribar a una banalitat profunda pot ésser, al meu entendre, un autèntic propòsit literari”. (Llegar a una banalidad profunda puede ser, a mi entender, un auténtico propósito literario).
La maestría de Pla en el difícil arte del esbozo rápido y económico del animal humano se fija en el mismo antílope dos o tres veces a lo largo del libro. “Veig Adela, la petita nena del far,  de lluny. Quina cosa misteriosa té aquesta criatura! Es plena i forta, enjogassada, deliciosa, s’escapoleix de les mans como un ocell calent i escorredís. La malícia que té —una malícia de tretze anys— em produeix una fascinació estranya” (Veo a Adela, la pequeña niña del faro, de lejos ¡Qué cosa misteriosa tiene esta criatura! Es llena y fuerte, enjugascada, deliciosa, se escabulle de las manos como un pájaro caliente y escurridizo. La malicia que tiene —una malicia de trece años— me produce una fascinación extraña).
Lírico y conciso, ligero y absolutamente descomunal por su dispendio, como quien no quiere la cosa, de belleza contenida y técnica disimulada, El quadern gris se me ha quedado prendido como obra de sensibilidad y amplitud perdurables.