lunes, 24 de septiembre de 2012

DIBUJANDO II


El pasado mes de mayo me referí en “Dibujando I” al inicio de las tareas de ilustración del próximo número de Libros De La Micronesia, que  por aquellos días se hallaban todavía en estado de mera tentativa e indagación. En esa fase —incipiente y de muy delicado microclima— es imprescindible tener a tiro la papelera, entrar al dibujo con el ánimo bien pertrechado de paciencia y el criterio afilado, a ser posible, en la piedra que mencionan los pintores taoístas y que lleva grabada esta exigencia: “la distancia entre la obra válida y la desechable es del grosor de un cabello”.

Todavía tiernos y visibles los arañazos y hematomas típicos de la pelea inicial contra la forma, a cuatro meses de aquel movimiento de apertura, y aún abriendo vía entre lo que la improvisación ofrece a manos llenas y lo que uno persigue —cuya naturaleza es por definición escurridiza—, he venido a dar en una serie de soluciones, de imágenes con cierto grado de elaboración en las que, de manera todavía latente, veo ya en potencia los requisitos y cualidades mínimos a los que aspiro.

Ahora se trata de “proliferar”, como denominaba Miró a la fase de sistematización y consiguiente explotación de un hallazgo. En su caso, esa explotación —en algunos casos sobre explotación, a mi entender— podía dar lugar a una extensa serie de obras. Para el caso únicamente son necesarios una veintena larga de dibujos a los que, llegado el momento, someter a criba. La idea es que podamos disponer a principios del próximo año de una docena de láminas pasables, de ilustraciones que hayan sudado previamente lo suyo y lleguen a esa fase final ya depuradas.

Si bien es cierto que, como sostenía en “Dibujando I”, mi talante  en la mesa de dibujo nunca me ha permitido —salvo excepciones—  saborear a conciencia la felicidad de la improvisación, he de reconocer que el cielo salpicado de astros, el rastrojo de  luces y el efecto general de nocturnidad en bruto de esta serie de dibujos son en buena parte fruto de la casualidad.

Hará tres o cuatro años utilicé como textura de fondo para unas fotocopias un trozo de formica negra rozada y sufrida, que daba tumbos por el taller y servía para todo tipo de menesteres. Inesperadamente, al ampliar por encima del 200%, los roces, impactos y accidentes se destacaron del fondo como una intrincada red de líneas, destellos y fogonazos luminosos. Aunque en su momento no me sirvió para nada, el resultado me pareció interesante y archivé las fotocopias y el pedazo de formica. A ese cabo suelto es al que regresé de nuevo la pasada primavera.

En sus últimos años, William Burroughs pintaba con escopeta. Colocaba en el caballete un retal de madera contrachapada, se retiraba una buena veintena de pasos y abría fuego con escopeta de cartuchos. Los balines mordían la materia y levantaban, a diferente profundidad, astillas de chapas de madera previamente pintadas. El destrozo en aquella superficie era la obra. Allí estaba, reducido a maqueta, todo el universo del viejo maestro: la retícula de las ciudades muertas, los canales infectos, las fibras y trazas de la erosión y el desierto que han podido con todo tras el Apocalipsis.

Yo no disparo. Expongo un trozo de madera gastada a la luz implacable de la copiadora y lo amplio a un 300 o 400%. Y ahí está la noche en bruto: la luz del cosmos, la fosforescencia del viento solar, grumos de estrellas, ovillos de galaxias, el trazo de los meteoritos, el dibujo cambiante de las constelaciones y la migración en masa de la luciérnaga hembra. El resuello luminoso de Dios, visible.

Burroughs soltaba su andanada y le bastaba con la mordida de los perdigones, pero yo he de aplicarme todavía sobre esa dádiva generosa que el azar me ha proporcionado. He de dibujar un humilde camión y su nimbo de luz tenue, que, de camino hacia no se sabe dónde, cruzan por entre el fasto de una noche encendida como nunca.







 © de todas las ilustraciones, Juan Miguel Muñoz, 2012.



                                                                                




domingo, 16 de septiembre de 2012

LIBRO DEL SÁBADO





Sin la muerte solo habría un dibujo: el firmamento.
                       (Libro del sábado)


Acaso la muerte personificada, la parca, sea el único ente verdaderamente superdotado. Su pasmosa velocidad de aprendizaje, asimilación y alta capacidad serían —son— absolutamente sobrecogedores, y su  dominio de procesos, técnicas y habilidades complejas, prácticamente instantáneo.

Si se acepta lo anterior como razonable hipótesis de partida, no sería ningún disparate pensar que la oscura muerte, esa presencia que la tradición, la cultura y el apego a la vida han tachado de execrable y ominosa, pudiera tener también sus veleidades de artista y ser, en el mejor de los casos, creador dotado, sensible y muy capaz de producir alguna que otra obra  estéticamente cualificada o como mínimo pasable.

El Libro del sábado no es otra cosa que el álbum de dibujo de la muerte, el infolio bello y demencial donde queda registrado su vertiginoso aprendizaje, que en escasamente un día —un sábado sublime—  y un buen fajo de esbozos, apuntes del natural y ejercicios libres evoluciona de no saber coger un lápiz a dibujar como los ángeles.

He venido trabajando de manera intermitente en esta obra —saludablemente inacabada y prácticamente inédita— desde 1998. Siempre me he referido al Libro del sábado como un ingente volumen que respira a sus anchas y se resiste a ser concluido, maquetado y comprimido en formato libro; una obra cuyas imágenes y textos están quizá destinados a perdurar en un estado de gracia robusta y salvaje ajena por completo a las formas de compresión, producción y difusión de producto cultural.

Al cabo de estos casi quince años de trabajo discontinuo llevado a cabo como por antojos y pulsiones de muy distinta intensidad, lo cierto es que el magma de la obra no se ha enfriado todavía. Hay dibujos que entran y salen del plan general, pasajes del texto que hacen lo propio y presentan dos y hasta tres versiones, y toda una maleza de bocetos y cuadernos que han brotado en los márgenes del terreno que en su día se acotó y desbrozó como Libro del sábado. La parcela parece dejada, pero nunca ha estado en abandono.

La obra se compone de sesenta dibujos al grafito sobre losas de mármol y una serie de textos grabados sobre vidrio. El conjunto se distribuye en diez aparadores metálicos que ocupan una superficie aproximada de 50m2. Pese al contenido netamente genital de unos cuantos dibujos de la serie, es a todas luces evidente que la obra en su conjunto no tiene parentesco alguno con la obscenidad gratuita ni con el mal gusto, y no será necesario advertir al espectador a cerca de “contenido explícito” cuando sea mostrada, junto al resto del material de De La Pulcra Ceniza, en la exposición que prepara el Espai Betúlia de Badalona para el 2014.

Como adelanto, ahí va una serie de imágenes y textos escogidos del primer movimiento de los cuatro que componen el Libro del sábado.




        La chiquilla furiosa que acude al dibujo vestida
                de pandemias está al caer. Su soberbia esplende más
que el papel en blanco hacia el que acude.
                   Flota pálido su trémulo plumier en las exequias del día,
               y se oye un lápiz dar bandazos como de estiba suelta
                                                                                 en un navío escorado.



           Hecha a la dalla y la desdicha, qué sabrá la muerte
   de dibujo ni su mano inepta de coger un lápiz.
 En ceniza se deshace el papel bajo su zurda.
 Tal una tormenta de pétalos tullidos llevados
por el viento hacia un museo de escombros,
pasan los apuntes de la muerte en pedazos;
   en añicos esparce su talento la noche blanca.




                                  Ahí van las pavesas del primogénito
                                  de sus dibujos, expuestas en el viento.
                                  Se pierde en la madrugada la página inicial
                                  del álbum de una niña dotada como nadie.
                                  Su arranque memorable se ha volado,
                                  pero la valía de esa mano medra y convence.
                                           La muerte sabe, 
                                           ha domado la línea nada más ponerse.




                                  Pero la línea no es nada para quien
                                  tanto promete. Es hora de fríos cotejos
                                  y pruebas de más alta pericia.




                               Chorreando talento, esa muchacha vestida
                               de óbitos controla su pulso bestial de madrugada
                               y dibuja a mano alzada sobre la lisura de una lámina
                               llena de ahogados. Encorvada sobre las aguas estancas
                               de un aljibe fatal, esboza en agua misma
                               a cuenta de papel; carne pudenda copia del natural
                               bajo una luz antigua de pelo de niños
                                                            ardiendo en el fanal.




         La que diezma, orina en las cisternas como quien
                         emborrona ofuscado láminas fallidas. Las aguas desbordan
             y arrastran consigo los posos de un obsceno dibujo
        a su sepulcro de fango. Ese carmín de casquería
           que corrompe la crecida es prueba evidente de que
          la muerte sabe. No ha amanecido aún y ya dibuja
              la carne como tal. Su mano mustia y glacial es capaz
                                                          de infundir el parecido.




 © de todas las ilustraciones, Juan Miguel Muñoz, 1998-1999-2000 y 2001.






Aspecto que presentaba el Libro del sábado en 2005.