lunes, 30 de diciembre de 2013

ESCOLA MASSANA



La Escola Massana en blanco y negro, el bitono de los recuerdos imborrables.


No trabaja uno habitualmente en el caos, pero sí con el grado de desorden inevitable para que el fermento de la creatividad encuentre estiércol y asiento donde brotar. Yo diría que se trata de un desorden de intensidad media con fluctuaciones periódicas hacia el desorden severo y con desplomes puntuales en el caos absoluto.

   Una de esas breves inmersiones en el caos fue precisamente la que el pasado mes de junio no me dejó obrar con sentido de la oportunidad. Si bien lo adecuado hubiese sido hacerlo en su momento, subir esta entrada con algunos meses de retraso me parece hasta elegante por lo que tiene de desdén hacia la precisión y la puntualidad, tan de relojeros y de suizos.

   El día veintiuno del pasado mes de junio hizo exactamente treinta años que la Escola Massana me concedió, en su primera convocatoria, una de sus becas menores. Aunque ha pasado mucho tiempo y mi trayectoria ha experimentado a lo largo de los años todo tipo de mutaciones, cortes, eclipses y regresos, lo cierto es que aquella fecha remota permanece en mi memoria como instante preciso en que dio comienzo ese viaje.


Mi acreditación como becario de La Massana, junio de1983.


Nunca he ocultado mi condición de “massanero”. Estudié en la Escola Massana y me diplomé en escultura en 1983. Eso ha sido siempre gratamente ineludible para mí. Durante la efervescencia de la década del ochenta del pasado siglo, el término “massanero” era un epíteto tenuemente peyorativo en la escena artística barcelonesa. Eran los años de la apertura y el afianzamiento de la modernidad a ultranza y de los nuevos comportamientos artísticos, y aquella euforia arrojaba una sombra ominosa sobre la Escola Massana, institución anclada en el pasado y de aire retro cuyas credenciales completas eran “Conservatorio Municipal de Artes Suntuarias Massana”. Después vendría lo de “Escuela de Artes aplicadas y oficios artísticos” y la inmersión de la Escola Massana en la modernidad al uso ya como de “Centre d’Art i Disseny”.

   
   Hoy el adjetivo “massanero” es todavía vigente (es más: creo que hay prevista una concentración a principios de año de gentes que hacemos bandera de esa condición), pero no me consta que tenga connotaciones peyorativas. No era así en la escena artística local a mediados de los años ochenta, ecosistema claramente influenciado por una superstición de orden jerárquico que, de manera oficiosa pero a todas luces evidente, investía de un supuesto rango superior a quienes se habían formado en la Facultad de Bellas Artes y en la Escola Eina respecto de los “massaneros”.

   Así estaban las cosas cuando en junio de 1983 dejé la Escola Massana con un diploma que me acreditaba como becario de esa institución. El premio me daba la posibilidad de utilizar durante un curso más y sin coste alguno las instalaciones y medios de la escuela. Era una buena y barata oportunidad para comenzar la morosa destilación de los rudimentos de un lenguaje propio con todo tipo de medios a mi disposición. La situación era idílica, pero había un peligro latente: el omnipresente e insidioso “estilo massanero”. Y decidí marcharme para deshacerme de él cuanto antes.

   Por aquella época existía el innegable “estilo massanero” al igual que el “estilo Facultad” o “Eina”, y eran nítidamente distinguibles. Es evidente que los métodos, la atmósfera y los tics pedagógicos de cada una de esas instituciones modelaban al alumnado, que salía al mundo cortado con el patrón característico que lo hacía fácilmente identificable. Nada más acabar, lo primero que hicimos algunos “massaneros” —no sé los demás— fue comenzar a trabajar para borrar esa influencia, lo que no siempre era sencillo.


Detalle del frontispicio de entrada a la Escola Massana.


A la concesión de la beca y la salida de la Escola Massana —asuntos menores y puramente subsidiarios— se encadenó con naturalidad un hecho que sería capital en mi trayectoria: un grupo de cuatro “massaneros” alquilamos como taller, ese mismo mes de junio de 1983, la espaciosa nave del primer piso del número 10 de la calle de La Riereta. El contrato de arrendamiento se puso a mi nombre, detalle meramente administrativo pero que sería decisivo para la continuidad durante los años de hierro de la especulación inmobiliaria en Barcelona y de la vigilancia y acoso a los inquilinos. Por aquel enclave, subdividido en cuatro talleres de algo más de noventa m2 cada uno, pasaría bastante gente a lo largo de los veintitrés años que estuvo en funcionamiento. No fui el último en abandonarlo, pero casi. En el otoño de 2005 se nos notificó por escrito lo que se veía venir hacía tiempo: el inminente derribo del edificio. Nos daban medio año de plazo para evacuar. Me marché en abril de 2006.

   En ese taller fue donde, entre los años 1983-86, borré meticulosamente las trazas estilísticas de mi ascendente “massanero”. Durante los dos años siguientes me concentré en las tres piezas que integrarían mi primera exposición individual. Aunque aquella muestra pertenece a otro capítulo y fue ampliamente reseñada en este blog en enero de 2012, traigo aquí nuevamente imágenes del evento para dejar constancia gráfica de que la exposición vino a demostrar, por así decirlo, mi limpieza de sangre. El estilo “massanero” había sido borrado de mi ADN, o eso pensaba yo…


Panorámica de mi exposición en la Sala Montcada, otoño de 1987.

                                                              


domingo, 29 de diciembre de 2013

PRIMAVERA DE LAS PRIMAVERAS




Nilo abajo, detalle de la maqueta del catálogo de la exposición.


Hace apenas unos días, la dirección del Espai Betúlia nos ha confirmado las fechas de nuestra exposición en aquella sala, que acogerá la muestra Nilo abajo del 20 de marzo al 24 de mayo de 2014.

   El título completo de la exposición será Nilo abajo (De La Pulcra Ceniza, obra en marcha 1995-2014). Como ya hemos apuntado con anterioridad en este blog, la muestra recogerá la práctica totalidad de la producción de De La Pulcra Ceniza entre las dos fechas de referencia; un largo periodo de actividad dividida por el corte que supuso, en 2006, el cambio de ubicación de nuestro taller, que pasó del primer piso del número diez de la calle de La Riereta, en el barrio del Raval, al semisótano del veintiocho de la calle Del Nilo, en el otro extremo de Barcelona.

   Si bien en un principio nos pareció meramente curioso que los nombres de ambas calles tuviesen reminiscencias fluviales, al cabo de los años hemos caído en la cuenta de que la evolución del proyecto De La Pulcra Ceniza se ha mimetizado desde sus inicios con las características de cada uno de esos cursos de agua. La riera de los inicios se ha transformado en un cauce ancho y profundo como el Nilo.

   Como proyecto editorial peculiar y de amplio espectro que desborda y se sale de los márgenes habituales de tal actividad, una buena parte de nuestras colecciones son líneas de productos de naturaleza netamente plástica cuya vía de salida es la exhibición pública en galerías de arte y salas de exposición. Tras pasar por el Centre Cultural de Vilanova del Vallès en 2008, y por la Sala Balcó de Arts Santa Mónica en 2010, exposiciones en las que, por razones de espacio, mostramos tan solo una parte del bagaje completo de De La Pulcra Ceniza, entendemos que nuestra próxima comparecencia en el Espai Betúlia tiene un sesgo bien distinto, ya que por su amplitud, porque desvelará una parte inédita de nuestro trabajo y se apoyará en la publicación de un modesto catálogo, Nilo abajo está destinada a quedar, sin duda alguna, como una de nuestras exposiciones de referencia.


Invitación de la exposición en el Centre Cultural de Vilanova del Vallès, 2008.


Invitación de la exposición en la Sala Balcó de Arts Santa Mónica, Barcelona, 2010.


La exposición tiene como finalidad mostrar una instantánea reciente del proyecto De La Pulcra Ceniza en plena actividad y a casi dos décadas de su inicio. Como toda instantánea que se precie, la foto debería de ser fresca, auténtica, improvisada y sin pose. Y eso es poco menos que imposible.

   Sabemos que nos hacen una foto y que, por razones obvias, todo está preparado. Queremos, no obstante, salir naturales, tal y como somos.

   Esperamos que Nilo abajo guste, no pase del todo desapercibida y sea uno de los hitos de nuestro historial.


En un párrafo de su memorable Walden o la vida en los bosques, Thoreau afirma que el estado habitual del hombre al uso es el letargo, del que únicamente saldrá si atiende a una suerte de rebelión interior o “primavera de las primaveras”.

   Nuestra primavera de las primaveras es la próxima, la de 2014.



 
Portada de la primera edición de Walden o la vida en los bosques. Ticknor and Fields, Boston, 1854.

                                                                 




domingo, 15 de diciembre de 2013

EL AZUL DE LA CARNE




El azul de la carne I (detalle), lápiz y técnica mixta sobre papel. © Juan Miguel Muñoz, 2013.


La noche primigenia de la especie es la del homínido, la noche en la sabana impenetrable atestada de peligros. Nuestros ancestros no conocían aún el palo como extensión amenazadora del brazo, ni tampoco la posibilidad de utilizar una piedra como arma arrojadiza. A semejanza del resto de los animales, su principal arma de ataque y defensa era la boca.
    
    Si bien la boca bestial del homínido fue la primera arma y antiquísimo eslabón inicial de una cadena que llega hasta el drone y el misil inteligente, fue también el órgano que desarrolló los rudimentos del lenguaje hablado. Al parecer, fue una facultad que desarrollaron primeramente las hembras para estar en todo momento en comunicación y no perder a las crías entre la maleza alta y densa de la sabana.



El azul de la carne II (detalle).


La complejidad simbólica y la riqueza polisémica de la boca se asientan  en el amplio abanico de funciones que ejerce —respiratorias, nutricias, defensivas, lingüísticas, eróticas—, muchas de ellas claramente anticipatorias de habilidades y técnicas asumidas posteriormente por las manos y las herramientas.
    
    La boca fue la primera arma; como atestiguan las antiquísimas siluetas de manos sobre las que se soplaron buches de color pulverizado, el primer pincel; y fue también un antecedente elemental de lo que llegaría a ser la imprenta.
     
    El mordisco violento de ataque o defensa es la primera prueba de imprenta, el gesto atávico de violencia extrema que prefigura no solo la imprenta de Gutenberg, sino también un sistema de impresión posterior y muy sofisticado: la cuatricomía o impresión en cuatro colores negro, cian, magenta y amarillo cuya superposición produce la imagen en color. Esa sucesión de colores no es otra que la evolución de las tonalidades del hematoma que todo mordisco violento deja en la carne hasta que desaparece.
    
    El paso del azul por la carne —El azul de la carne— es uno de esos estados, acaso el único memorable por ser de largo el más hermoso y perturbador.

El azul de la carne II, lápiz y técnica mixta sobre papel. © Juan Miguel Muñoz, 2013.

El azul de la carne III, lápiz y técnica mixta sobre papel. © Juan Miguel Muñoz, 2013.

El azul de la carne IV( detalle), lápiz y técnica mixta sobre papel. © Juan Miguel Muñoz, 2014.

La boca es una imprenta orgánica. La disposición de las piezas dentales en los maxilares es semejante a la de los tipos móviles en el componedor del cajista. La ortodoncia y la mecánica dental son operaciones de alineamiento de piezas móviles equiparables a la ordenación de los espacios y los tipos en la imprenta clásica; el objeto de ambas técnicas es idéntico: conseguir la regularidad y la armonía de la impresión, tanto si se trata de un texto sobre papel o de una dentellada pasional sobre el pecho del amante.
    
    A contrapelo de los valores que habitualmente se le atribuyen como elemento imprescindible para la difusión de la cultura entendida como factor de acercamiento y cohesión, McLuhan, Ong y Ramus, entre otros, vieron en la imprenta una tecnología extremadamente violenta, “…un arma lineal de agresión niveladora”. Nuestra humilde aportación a la vieja tesis de esos maestros es sugerir que acaso la violencia inherente a la tecnología de la imprenta le viene impuesta por su oscuro parentesco con la boca, primera arma y también primera imprenta.
    
    Según McLuhan, la “Galaxia Gutenberg”, el largo período en que nuestra cultura y hábitos quedaron a merced y fueron configurados por el carácter hipnótico de la cultura visual encarnada en la tipografía y la imprenta, quedó superada en 1905, cuando la Teoría de la Relatividad dio carta de naturaleza a algo inconcebible hasta entonces: el espacio curvo.
    
    La boca es mucha boca. Se anticipó a la imprenta y, según la mitología hindú, también a la noción del universo como espacio curvo.
    
    Así lo cuentan: unos muchachos dijeron a Yashoda que Krishna, su hijo, se hocicaba en el suelo y masticaba lombrices y barro. La madre lo llamó y le hizo abrir la boca para comprobarlo. Krishna era encarnación de un dios en cuerpo de niño; su boca no era como la de los demás. Yashoda vio abrirse los labios de su hijo y miró adentro. En el cielo de aquella boca vio las galaxias y el universo entero graciosamente pequeño y cóncavo como el paladar.


Yashoda ve el universo en la boca de Krishna. Postal hindú.




El azul de la carne es el título de una serie de dibujos que he comenzado con vistas a mi próxima exposición en el Espai Betúlia de Badalona. El trabajo es exclusivamente un comentario en imágenes de mis ideas acerca de la boca como imprenta primigenia y del mordisco violento como antecedente de los procesos de impresión en cuatricomía. No es, por supuesto, apología alguna de la agresión ni de la violencia de género o de cualquier tipo.



domingo, 8 de diciembre de 2013

TRANSMIGRACIÓN DE LA BOCA






En la oscura y larga madrugada del lenguaje mandaba la boca. El ojo siempre ha contado, pero no cobró protagonismo hasta la aparición del jeroglífico, el alfabeto fonético y la escritura en el alba de la civilización. La espesa noche que precedió a esa hora violácea era feudo absoluto de la voz.

  Sopesada en términos de duración, la comunicación humana ha sido principalmente verbal y va desde el grito del antropoide en la noche de los tiempos hasta la plena luz de la oratoria. La imprenta acumula apenas seiscientos años de actividad y la edad de la escritura es de unos cinco mil años. El dominio absoluto de la boca como agente primordial de comunicación se remonta desde ese hito, visible todavía en el horizonte, y se pierde en las arenas del tiempo.

    El peso simbólico y el rango jerárquico que la naturaleza y el tiempo otorgan a un órgano sobreviven y son vigentes en cualquier medio, por extraño que sea al dominio natural. Así, los resabios jerárquicos de la boca, aparentemente relegada del centro neurálgico de la comunicación por obra de la imprenta y de la cultura visual, persisten como presencia tenaz en forma de rictus labial que ha mutado a signo gráfico y se ha ubicado en el lomo de los libros.
  





Porque en el principio era el verbo, toda forma de comunicación que lo suplante ha de rendir pleitesía a su órgano fundamental, la boca. Todo logotipo editorial remite a ese órgano; cualquiera que sea su diseño, ha sido ya previsto y esbozado en el dibujo primordial del área que abarca labios y nariz. 

    Se crean para el ojo, pero la boca ominosa y antigua de simio que llevamos; la boca del chamán y la boca fanática de los profetas; la boca de Jesús, la de Buda y la de Mahoma; la boca de Homero y la de cada uno de los rapsodas nómadas están tras cada logotipo de casa editora. La boca primordial, que las aúna a todas en una sola, no se ha callado todavía, pervive de incógnito en cada uno de esos logotipos. Bien visible sin ser vista.


Transmigración de la boca es un trabajo en proceso, un estudio de imágenes en secuencia con el que demostramos la validez de este postulado radical: todo logotipo editorial remite a la boca.


Transmigración de la boca se puede ver en formato vídeo en nuestra página web: www.delapulcraceniza.com












domingo, 1 de diciembre de 2013

EL ARCHIPIÉLAGO SIDERAL




Rimbaud astronauta, fotomontaje y grafito. © Juan Miguel Muñoz, 2013.

                                                  
                  ¡He visto los archipiélagos siderales! Islas
En las que los cielos delirantes están abiertos al remero.
                                               ARTHUR RIMBAUD, El barco ebrio

   


Nos complace anunciar que hemos completado la tripulación que lo hará posible y comenzamos ya a trabajar en El archipiélago sideral, futuro onceavo número de la colección Libros De La Micronesia, cuyo argumento se vertebra en la reinterpretación actualizada del mito de las islas prodigiosas y los “Islarios maravillosos” que las enumeraban y describían.





“Una isla es una porción de tierra rodeada de deseo por todas partes.”
                                              ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA, Cuaderno de las islas


Con el mundo reducido a pedanía hipercartografiada y atravesada en todo momento y lugar por las señales del sistema de posicionamiento global, “la mar incógnita” hace mucho que dejó de ser el abrevadero de la imaginación. Ese lugar lo han ocupado las inmensidades del espacio estelar, nueva mar Océano donde la sensibilidad actual ubica sus fantasmas y su sed de maravillas y prodigios.
    
    Hace apenas unos meses que la ciencia ha ratificado que en ese nuevo marco de la imaginación y el anhelo también hay islas. Así de cierto: en los confines del espacio sideral, en el límite extremo del universo donde el cosmos oscuro e impenetrable se hace transparente como el agua en los bajíos coralinos del trópico, hay ínsulas; islas que acaso sean coágulos de neutrinos, de gas, de polen estelar, de lo que sea, lo decisivo es que ese algo esté rodeado como quiere el poeta: de deseo por todas partes.
                          
                           

La isla maravillosa, asombrosa y casi siempre irreal ocupa un lugar preferente entre las obsesiones de la literatura de viajes de todas las épocas. Aunque el mito de la ínsula prodigiosa tuvo su gran momento de expansión durante los siglos que coinciden con el auge de las expediciones marítimas que ganaron el continente americano y el extremo oriente, y que ensancharon drásticamente las dimensiones del planeta y redujeron en igual medida las dimensiones y el misterio de la Terra Incognita; lo cierto es que su origen es muy anterior. Las sagas nórdicas,  La Odisea homérica y la literatura clásica árabe abundan en descripciones de islas asombrosas. En los albores de la modernidad, la cartografía y la geografía física situaron en los mapas la práctica totalidad del censo de todas y cada una de las islas del planeta, pero es evidente que el mito de la isla desconocida y asombrosa sobrevivió a ese cerco tendido por la visión objetiva de la ciencia, y que su influencia se ha se extendido hasta nuestra época. La isla misteriosa de Verne, Robinson Crusoe de Defoe y el célebre fragmento de El barco ebrio de Rimbaud “…he visto los archipiélagos siderales, donde los cielos delirantes están abiertos al remero”, no son sino versiones actualizadas del antiquísimo mito de las islas prodigiosas, cuya presencia inolvidable en la literatura y en la bibliofilia fue en sí misma un género que cristalizó en los Isola mirabili “Islarios maravillosos”, bellas piezas de orfebrería editorial principalmente árabe, la mayoría de ellas hermosamente iluminadas.



La isla de los muertos (tercera versión), Arrnold Böcklin, 1883.


De manera puramente intuitiva y acaso excesivamente temeraria entendemos que fue el simbolismo el que puso en imágenes el broche final al mito de la isla como lugar de las postrimerías hacia el que todo fluye (Arnold Böcklin, en su célebre serie de telas La isla de los muertos), y a su vez fue capaz de articular nuevamente y abrir al futuro el referente contrario: el de la isla primordial de la que procede todo (Artur Rimbaud, en el conocido pasaje de El barco ebrio: “He visto los archipiélagos siderales...”).
    
   Es precisamente la expresión, netamente moderna y visionaria, de Rimbaud “archipiélagos siderales”  la que señala el preciso momento de inflexión en que el mundo admite que las islas maravillosas ya no se ubican en el mar, sino en el vasto ámbito del espacio infinito, nuevo marco donde la sensibilidad actual emplaza su ansia de prodigios.
   
     Como tantas veces ocurre, la ciencia acaba ratificando lo que místicos y visionarios han entrevisto fugazmente con el ojo de la intuición. Eso es precisamente lo que ha ocurrido con la visión de “los archipiélagos siderales” que Rimbaud tuvo a sus diecisiete años, durante el verano de 1871.
    
   El catorce de febrero de 2012 la prensa se hacía eco del sorprendente descubrimiento de la sonda Planck: “La Misión Planck de la Agencia Espacial Europea (ESA) ha revelado que nuestra galaxia contiene islas de gas frío nunca antes descubiertas y una misteriosa bruma de microondas…”
   
   Islas de gas y una misteriosa bruma de microondas en los cielos… el eterno adolescente de Charleville, Rimbaud, tenía razón: el universo es otro océano con su propio goteo de islas desperdigadas aguardando a que alguien las enumere y las describa en un nuevo Islario Maravilloso. Un islario del espacio.
  
Le bateau ivre, manuscrito de Arthur Riambaud, 1871.


El Archipiélago sideral
(Libros De La Micrionesia, nº 11)

Tripulación:

Textos 
 David Aceituno 
 Javier Terrisse

Música
Javier Hernando

Gráfica 
Ivana Lombardo


Diseño: Araceli Ramos
Producción: Ángel Fraternal & Daisy Dusk
Edición: Juan Miguel Muñoz

Fecha prevista de publicación: abril de 2015.



      


domingo, 24 de noviembre de 2013

PENCIL SKETCHES



Jean Auguste Dominque Ingres, retrato de Victor Dourlen, 1808.


Dos eminencias francesas de mediados del ochocientos, Ingres y Charles Blanc, vinieron a coincidir por separado en que la práctica del dibujo en aquellos tiempos recios, además de fundamento rocoso y estable en que se asentaba la pintura, era también la garantía de que en ese predio todo seguía bajo control y estaba en orden. En su momento, Ingres dijo muy hermosa y solemnemente que “el dibujo es la probidad del arte”. Blanc, por su parte, vino a echar leña a ese mismo fuego, pero lo hizo con una expresión que hoy se nos antoja deliberadamente moderna por provocadora y polémica, pero que en su momento se aceptó con la mayor naturalidad y sin chistar: “el dibujo es el sexo masculino del arte… y el color el sexo femenino”. Al margen de cuál sea su anecdotario de ropa interior y de las insospechadas implicaciones de género que pudiera tener el ejercicio del dibujo, lo que interesa señalar aquí es que ambos, Ingres y Blanc, quisieron dejar claro, por si aún no lo estaba y también como aviso a los sediciosos que no tardarían en llegar, que no había otro gran arte que el académico y de contenido narrativo, y que el dibujo era el adusto vigía que oteaba desde las alturas y garantizaba la continuidad del viejo régimen.

    De eso hace ya bastante tiempo, y, desde entonces, en el mundo y en el arte todo ha sido mudanza y sobresalto; de manera que a estas alturas ambas expresiones son mera arqueología de vitrina, vestigios verbales de cuando lo propio de la pintura era quietud, oficio e ir ilustrando sin más complicaciones.

    Es de sobra conocido que la revuelta que puso patas arriba el panorama del arte y lo puso a arder definitivamente —sin que los cabecillas llegaran siquiera a suponer que, con el tiempo, aquel saludable calar fuego a muebles viejos acabaría en incendio incontrolado— se originó con un tímido desacato: el de los pintores que se negaron a seguir al servicio de la literatura so pretexto de que la pintura tenía su propia sintaxis y no podía seguir siendo una técnica vicaria puesta al servicio de terceros.

    Ahí comenzó todo: en la negativa de unos cuantos irreverentes a seguir despachando pintura alegórica, histórica, académica, o sea, de contenido narrativo o rotando en la órbita de la literatura, que, como dijo nuestro Miguel de Unamuno, “no es más que muerte”.

Ingres, retrato de Madame Gounod, 1833.


Han girado los años, el panorama es muy otro y el arte oficial de hoy —que lo hay— resultaría para Ingres y Blanc irreconocible no ya como Gran Arte venido a menos, sino siquiera como entretenimiento meramente pasable. Eso en el caso hipotético de que la radiación desbocada de Fukushima los sacase a ambos de sus tumbas convertidos en zombis y los devolviese como espectadores al circuito de galerías y museos.

    Aunque en apariencia el panorama actual de la “cosa artística” poco tiene que ver con el estado de las artes a mediados del diecinueve, cuando el arte de contenido narrativo, o sea, literario, vivía su apogeo rodeado ya de sediciosos que, sin saberlo aún claramente, vindicaban el camino de la pureza libre de argumentos, anécdotas mitológicas y demás estorbos. Aunque, decíamos, el panorama es aparentemente muy otro tras más de cien años de clara hegemonía de un arte exento de implicaciones literarias, lo cierto es que una buena parte de las corrientes del arte contemporáneo han pactado sin complejo alguno con el ente demonizado cuyo rechazo frontal impulsó la revuelta artística que nos traería el arte por el arte, la abstracción y las vanguardias; han llegado a acuerdos con lo narrativo, o sea, con la literatura.

    Como era de esperar, y muy a despecho sobre todo de Ingres, el dibujo, pura probidad y masculinidad del arte en los tiempos recios del ochocientos, ha claudicado también, pero a lo grande: no es que haya vuelto al redil de los contenidos narrativos, sino que se ha dejado embaucar y se ha convertido en literatura sin más.

    Precisamente estos días, y hasta el próximo doce de enero, Pencil sketches, la exposición de anotaciones originales de Emily Dickinson y Robert Walser que puede verse en The Drawning Center de Nueva York, fuerza otra vuelta de tuerca y viene a redundar sin ambages en algo que ha sido ya plenamente aceptado: que la literatura en su manifestación germinal y netamente genuina, o sea, la anotación hecha a vuelapluma, es dibujo por derecho propio y sin lugar a dudas.


Nota manuscrita de Emily Dickinson.



Nota manuscrita de Emily Dickinson.


Micrograma, nota manuscrita de Robert Walser.

Micrograma, nota manuscrita de Robert Walser.

En su momento, Ingres y Blanc apelaron al dibujo como guardián impasible e insobornable del viejo régimen de las artes sometidas muy gustosamente a lo narrativo.

    Hoy el argumento y lo narrativo han vuelto a posicionarse en el arte oficial —del oficioso nunca llegaron a irse—, pero con más ínfulas de las que nunca tuvieron; y es que la literatura ha suplantado al dibujo y se exhibe a sí misma como tal.


                                                                                    







domingo, 10 de noviembre de 2013

ALBERTINE SARRAZIN


El astrágalo, Albertine Sarrazin, prólogo de Patti Smith. Seix Barral, Barcelona, 2013.


He de reconocer que aunque se hubiese publicado exento y sin nada de particular, igualmente que me habría hecho eco de la reciente aparición del legendario El astrágalo en la Biblioteca Formentor de Seix Barral. No obstante eso, lo cierto es que la edición es peculiar y llega con tan buenos augurios que hasta puede que esté llamada a cosechar ―quién sabe―  un éxito inusitado, ya que viene prologada, nada más y nada menos, que por la mismísima Patti Smith.
    
    Lo que me ha cautivado de su prólogo es el hecho de que, como en cierta manera me ocurrió a mí, también para Patti Smith El astrágalo es un libro de referencia que aparece en un instante preciso de su peripecia vital y la ilumina para siempre. La verdad es que he sentido algo de envidia al conocer cómo por puro azar la Smith dio en su día con el libro de Albertine Sarrazin y contrastarlo con mi caso, que fue también un hecho imprevisible pero no puro, sino más bien fruto de un azar retardado y ya sin la viva mordiente del descubrimiento fortuito de algo desconocido.


Albertine Sarrazin, 1937-67


Al parecer, el Día de Todos Los Santos de 1968 una jovencísima Patti Smith deambulaba por Greenwich Village con tan solo un dólar y un billete de metro. De buena gana se hubiese tomado un café y un sándwich de queso por noventa y nueve centavos en el Waverly Diner, de hecho hacia allí se encaminaba, pero tuvo el acierto de pasar antes a echar un vistazo por la sección de saldos de una librería de la calle Ocho. Y allí, entre ejemplares de salida escasa de Groove, de Olympia Press y de la revista Evergreen, la esperaba El astrágalo, de Albertine Sarrazin, en cuya faja se indicaba como reclamo que la autora era “una Genet femenina”.

    Ese hecho aparentemente fortuito viene a sancionar, una vez más, la validez de una hermosa observación de Borges que vendría a postular en sentido contrario y a admitir la existencia de un oscuro sino en este tipo de encuentros: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos.”


En su día, El astrágalo también me deslumbró a mí, si bien yo entré en contacto con el caso Sarrazin de forma harto diferente a como lo hizo la Smith. Mi vía de acceso no fue el deambular ocioso al aire libre, sino el trabajo asalariado, sedentario y bajo cubierta en una gran casa editora. El cicerone que me guió en el tránsito fue también otro prófugo aunque  más gregario y de perfil bien distinto al del intenso y minoritario Jean Genet. Fueron Henri Charrière y su apabullante éxito de ventas Papillon los que me pusieron sobre la pista de Albertine Sarrazin y El astrágalo. Eso fue en 1973, pero aún tardaría una década en toparme finalmente con el volumen en un establecimiento de lance que acaba de cerrar: la Llibrería Canuda.

    Cuando en el ya remoto diciembre de 1973 yo me incorporé a la plantilla de Plaza & Janés, esa firma editorial vivía todavía bajo la onda expansiva de la publicación, en 1970, de Papillon, novela autobiográfica en la que Henri Charrière da cuenta de su paso por diferentes colonias penales de la Guayana Francesa y de su arriesgada fuga definitiva de la Isla del Diablo en una maltrecha balsa hecha de cocos. La onda expansiva que he mencionado se vio nuevamente vivificada por el estreno ―supongo que hacia 1974― de la película homónima protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman.

Papillon, Henri Charrière. Plaza & Janés, Barcelona, 1970.


    Muy al contrario que Patti Smith, que ha retenido milagrosamente todos los pormenores ―no en vano lleva un diario―, lo que yo vagamente recuerdo es genérico y de escaso interés. En algún sitio debí de leer por aquellos años que si bien había hecho exitosas metástasis en la mayoría de los mercados culturales, Papillon era un pelotazo editorial de origen francés cuyos antecedentes directos se situaban en esa misma escena y no eran otros que el influjo ya lejano de Jean Genet, cuyas obras capitales se habían publicado en los años cincuenta, y el caso reciente de Albertine Sarrazin, cuyo pistoletazo de salida  ―El astrágalo― había detonado no hacía mucho en pleno París.
    
    El astrágalo, ése es el título extraño y fascinante que se me quedó y del que me desentendí hasta que, hacia 1983, di con él entre los montones de reventa de la Llibrería Canuda.

    Patti Smith refiere en su prólogo que antes de estar lo bastante cerca como para poder leer la referencia a Genet de la faja, lo primero que le llamó la atención del libro fue el rostro vivaracho de Albertine Sarrazin impreso en la portada de una hermosa edición en tela. Así cualquiera. Yo tuve que descubrir El astrágalo leyendo trabajosamente su título camuflado en la cubierta casi disuasoria de una humilde edición de bolsillo de 1973 tirada en el típico papel pajizo de la época. Ahí van sendas imágenes de la cubierta y de la portada:


El astrágalo, Albertine Sarrazin. Ediciones de bolsillo, Barcelona, 1973


Portada de El Astrágalo en la edición de Libros de Bolsillo.


Visto en la distancia yo diría que la portada es precisamente el punto flaco que han tenido las sucesivas ediciones de El astrágalo que se han hecho en España (de las que me precio de tener hasta cuatro, si bien una está en paradero desconocido), que omitieron un tanto a la ligera la foto de la autora o la relegaron con muy poca vista a una posición subalterna en la contraportada o la solapa, cuando es a todas luces evidente que, además de su prosa y de su vida indesligables, el activo más subyugante de la Sarrazin radicaba en su estampa de muchacha polvorilla y de carácter.

    La imagen de cubierta ineludible de cada uno de los libros de la escasa obra de Albertine Sarrazin es ella misma, su rostro de antílope de ojos perfilados con khol, no hay duda. Y la primera publicación española que, aunque tarde, se aviene a reconocerlo parcialmente y obra en consecuencia es la que ahora publica Seix Barral con un hermoso prólogo de Patti Smith.


Inolvidable imagen con la que Albertine Sarrazin entró definitivamente en la leyenda.

El poder de convocatoria de Patti Smith es tan poderoso que es de prever la inminente la aparición masiva en los medios de reseñas y artículos de calado firmados por gentes que escriben bien y saben mucho más que yo de la autora y del libro. No voy, pues, a incurrir en nada parecido. Sí quiero, no obstante, traer aquí un fragmento especialmente significativo y que, bien en contra de una sentencia lúgubre y certera que también está en esas páginas (“Mi camino recto es la chirona”), lo apuesta todo a la luz y el porvenir, y cifra en un escaso renglón la temperatura vital de Albertine Sarrazin: 

    “Sigo en la noche, pero si hay en algún sitio una aurora y yo descubro el camino andaré hacia ella…” 


En 1968, Patti Smith se sintió atraída por un extraño libro en cuya faja se mencionaba a Jean Genet. Han girado los años y hoy es ella misma la que aparece mencionada en la faja de una nueva edición de aquel mismo título, el que perturbó su vida como pocos.

    Siempre lo vimos como algo normal y nunca habíamos dado ninguna importancia a la forma en que Patti Smith aparece con los ojos perfilados en las portadas de sus discos. Lo cierto es, según ella misma reconoce en el prólogo, que comenzó a perfilárselos al estilo Sarrazin como gesto ritual diario para tratar de empaparse de las maneras, la clase y la vitalidad de aquella muchacha apasionada e insolente con un tobillo roto.

Patti Smith con los ojos perfilados a lo Sarrazin.


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Edición pionera de El astrágalo, Editorial Lumen, Barcelona, 1966.


 
Contraportada de la edición de Ed. Lumen.

Portada de la edición de Ed. Lumen.






sábado, 14 de septiembre de 2013

NILO ABAJO


 
Detalle de uno de los ventanales del viejo taller de De La Pulcra Ceniza en c/Riereta, 10, Barcelona.


La inspiración y los trabajos internos de la sensibilidad son inmateriales; la levadura mental del arte puede brotar en cualquier sitio. Nuestro laboratorio interior nos acompaña siempre y es infinito como el universo. En ambos, el centro está en todas partes.

   Por el contrario la plasmación, realización y ejecución de esos proyectos suele llevarse a término en un espacio acotado cuya posición en la esfera del mundo está definida por unas coordenadas bien precisas.

    La máquina sensible que alimenta nuestro proyecto es nómada y puede plantar su cobertizo mental en cualquier parte, pero las señas de su obrador han estado y están ubicadas en un domicilio físico perfectamente localizable.

    De La Pulcra Ceniza cubrió las etapas iniciales de su desarrollo en su ya mítico y entrañable taller de la calle Riereta, nº 10. Allí se puso en marcha  el proyecto, se creó el logotipo, se realizaron los seis primeros números de Libros De La Micronesia y el primero de la Biblioteca Fósil. El espacioso taller estaba situado en el primer piso, encima de un colegio.

     Siempre decimos que aquella etapa del proyecto era un reflejo del nombre de la calle donde estábamos situados. De La Pulcra Ceniza era apenas un brote, una diminuta riera que arrastraba una actitud y unas cuantas ideas que parecían interesantes y debíamos necesariamente ampliar.

    La vorágine especulativa que se cernió sobre Barcelona a mediados de la pasada década nos arrebató aquel espacio y tuvimos que irnos con la música a otra parte. Si bien acabamos en la otra punta de la ciudad, en un taller de características muy diferentes al anterior, la casualidad o el destino quisieron que se repitieran, invertidas, algunas peculiaridades de nuestra anterior ubicación.

    Desde 2006 estamos situados debajo de un colegio —de una guardería, para ser más precisos—,  en el espacioso sótano del número 28 de una calle cuyo nombre remite nuevamente a lo fluvial pero en sentido superlativo: calle Nilo.

    Aquí se han publicado las tres últimas entrega de Libros De La Micronesia, hemos desarrollado el concepto del libro fosilizado, le hemos puesto logotipo a la Biblioteca Fósil y se la ha impulsado hasta su décimo número. Sobre esos cimientos, que venían de Riereta, hemos levantado una serie de intuiciones que se han desarrollado por entero en la nueva ubicación. Transmigración De La Boca, Gráfica Sideral y El Azul De La Carne son poéticas que pertenecen ya a nuestra etapa Nilo.

   Hemos vuelto a constatar que, como ya ocurrió en Riereta, el proyecto se ha impregnado de las características del cauce da nombre a la calle. De La Pulcra Ceniza se ha mimetizado con el Nilo. La riera y nuestro proyecto han crecido y se han transformado en una corriente que discurre ancha y profunda como el Nilo.

    El título de la exposición, Nilo abajo, nos parece pertinente porque sintetiza la dinámica de nuestra evolución en una expresión poética y coloquial  perfectamente comprensible.


El propósito de la exposición es mostrar lo que hemos venido haciendo y nuestra obra en marcha. La peculiar visión que tenemos de la cultura impresa, el tono irreverente y a la vez cuidado de lo que publicamos, y nuestras curiosas reflexiones y propuestas acerca de lo que puede dar de sí un ancho proyecto que sobrepasa la índole estrictamente editorial, han hecho que la variedad, riqueza y amplitud de nuestra producción no haya podido ser exhibida hasta ahora en su totalidad. Por motivos de espacio, nuestras últimas exposiciones —Centre Cultural, Vilanova del Vallès, 2008; Arts Santa Mónica, Barcelona, 2010—  han mostrado únicamente los fragmentos más representativos del bagaje de De La Pulcra Ceniza. A estas alturas, todavía permanece inédita una de nuestras obras más perturbadoras y de mayor calado, Libro del sábado, cuyas generosas proporciones (50 m2) nos han forzado a dejarla de lado en cada uno de nuestros compromisos.

    Su prestigio, el rigor de su programación y la amplitud de su espacio expositivo hacen del Espai Betúlia el marco idóneo para la exhibición de Nilo abajo. La muestra recogerá la práctica totalidad de la producción de De La Pulcra Ceniza desde sus comienzos en 1995 hasta hoy, que se ha diversificado con los años en una serie de publicaciones, objetos, poéticas, indagaciones e hipótesis diversas respecto a la cultura de la imprenta:

Libros De La Micronesia
Biblioteca Fósil
Libro Del Sábado
Gráfica Sideral
Transmigración De La Boca
El Azul De La Carne
La Estampa Indeleble


Nilo abajo se exhibirá en el Espai Betúlia de Badalona hacia la próxima primavera. Con ocasión de la muestra, publicaremos un catálogo diseñado por Nora Grosse y con textos de Óscar Guayabero y Juan Miguel Muñoz.


Detalle de otro de los ventanales de nuestro primer taller.

c/ Riereta, 10, 1º 2ª. Vista de una parte del espacio.

Vista panorámica de una de las alas del taller de De La Pulcra Ceniza desde 2006. Calle Nilo, 28, Barcelona.