domingo, 24 de noviembre de 2013

PENCIL SKETCHES



Jean Auguste Dominque Ingres, retrato de Victor Dourlen, 1808.


Dos eminencias francesas de mediados del ochocientos, Ingres y Charles Blanc, vinieron a coincidir por separado en que la práctica del dibujo en aquellos tiempos recios, además de fundamento rocoso y estable en que se asentaba la pintura, era también la garantía de que en ese predio todo seguía bajo control y estaba en orden. En su momento, Ingres dijo muy hermosa y solemnemente que “el dibujo es la probidad del arte”. Blanc, por su parte, vino a echar leña a ese mismo fuego, pero lo hizo con una expresión que hoy se nos antoja deliberadamente moderna por provocadora y polémica, pero que en su momento se aceptó con la mayor naturalidad y sin chistar: “el dibujo es el sexo masculino del arte… y el color el sexo femenino”. Al margen de cuál sea su anecdotario de ropa interior y de las insospechadas implicaciones de género que pudiera tener el ejercicio del dibujo, lo que interesa señalar aquí es que ambos, Ingres y Blanc, quisieron dejar claro, por si aún no lo estaba y también como aviso a los sediciosos que no tardarían en llegar, que no había otro gran arte que el académico y de contenido narrativo, y que el dibujo era el adusto vigía que oteaba desde las alturas y garantizaba la continuidad del viejo régimen.

    De eso hace ya bastante tiempo, y, desde entonces, en el mundo y en el arte todo ha sido mudanza y sobresalto; de manera que a estas alturas ambas expresiones son mera arqueología de vitrina, vestigios verbales de cuando lo propio de la pintura era quietud, oficio e ir ilustrando sin más complicaciones.

    Es de sobra conocido que la revuelta que puso patas arriba el panorama del arte y lo puso a arder definitivamente —sin que los cabecillas llegaran siquiera a suponer que, con el tiempo, aquel saludable calar fuego a muebles viejos acabaría en incendio incontrolado— se originó con un tímido desacato: el de los pintores que se negaron a seguir al servicio de la literatura so pretexto de que la pintura tenía su propia sintaxis y no podía seguir siendo una técnica vicaria puesta al servicio de terceros.

    Ahí comenzó todo: en la negativa de unos cuantos irreverentes a seguir despachando pintura alegórica, histórica, académica, o sea, de contenido narrativo o rotando en la órbita de la literatura, que, como dijo nuestro Miguel de Unamuno, “no es más que muerte”.

Ingres, retrato de Madame Gounod, 1833.


Han girado los años, el panorama es muy otro y el arte oficial de hoy —que lo hay— resultaría para Ingres y Blanc irreconocible no ya como Gran Arte venido a menos, sino siquiera como entretenimiento meramente pasable. Eso en el caso hipotético de que la radiación desbocada de Fukushima los sacase a ambos de sus tumbas convertidos en zombis y los devolviese como espectadores al circuito de galerías y museos.

    Aunque en apariencia el panorama actual de la “cosa artística” poco tiene que ver con el estado de las artes a mediados del diecinueve, cuando el arte de contenido narrativo, o sea, literario, vivía su apogeo rodeado ya de sediciosos que, sin saberlo aún claramente, vindicaban el camino de la pureza libre de argumentos, anécdotas mitológicas y demás estorbos. Aunque, decíamos, el panorama es aparentemente muy otro tras más de cien años de clara hegemonía de un arte exento de implicaciones literarias, lo cierto es que una buena parte de las corrientes del arte contemporáneo han pactado sin complejo alguno con el ente demonizado cuyo rechazo frontal impulsó la revuelta artística que nos traería el arte por el arte, la abstracción y las vanguardias; han llegado a acuerdos con lo narrativo, o sea, con la literatura.

    Como era de esperar, y muy a despecho sobre todo de Ingres, el dibujo, pura probidad y masculinidad del arte en los tiempos recios del ochocientos, ha claudicado también, pero a lo grande: no es que haya vuelto al redil de los contenidos narrativos, sino que se ha dejado embaucar y se ha convertido en literatura sin más.

    Precisamente estos días, y hasta el próximo doce de enero, Pencil sketches, la exposición de anotaciones originales de Emily Dickinson y Robert Walser que puede verse en The Drawning Center de Nueva York, fuerza otra vuelta de tuerca y viene a redundar sin ambages en algo que ha sido ya plenamente aceptado: que la literatura en su manifestación germinal y netamente genuina, o sea, la anotación hecha a vuelapluma, es dibujo por derecho propio y sin lugar a dudas.


Nota manuscrita de Emily Dickinson.



Nota manuscrita de Emily Dickinson.


Micrograma, nota manuscrita de Robert Walser.

Micrograma, nota manuscrita de Robert Walser.

En su momento, Ingres y Blanc apelaron al dibujo como guardián impasible e insobornable del viejo régimen de las artes sometidas muy gustosamente a lo narrativo.

    Hoy el argumento y lo narrativo han vuelto a posicionarse en el arte oficial —del oficioso nunca llegaron a irse—, pero con más ínfulas de las que nunca tuvieron; y es que la literatura ha suplantado al dibujo y se exhibe a sí misma como tal.


                                                                                    







domingo, 10 de noviembre de 2013

ALBERTINE SARRAZIN


El astrágalo, Albertine Sarrazin, prólogo de Patti Smith. Seix Barral, Barcelona, 2013.


He de reconocer que aunque se hubiese publicado exento y sin nada de particular, igualmente que me habría hecho eco de la reciente aparición del legendario El astrágalo en la Biblioteca Formentor de Seix Barral. No obstante eso, lo cierto es que la edición es peculiar y llega con tan buenos augurios que hasta puede que esté llamada a cosechar ―quién sabe―  un éxito inusitado, ya que viene prologada, nada más y nada menos, que por la mismísima Patti Smith.
    
    Lo que me ha cautivado de su prólogo es el hecho de que, como en cierta manera me ocurrió a mí, también para Patti Smith El astrágalo es un libro de referencia que aparece en un instante preciso de su peripecia vital y la ilumina para siempre. La verdad es que he sentido algo de envidia al conocer cómo por puro azar la Smith dio en su día con el libro de Albertine Sarrazin y contrastarlo con mi caso, que fue también un hecho imprevisible pero no puro, sino más bien fruto de un azar retardado y ya sin la viva mordiente del descubrimiento fortuito de algo desconocido.


Albertine Sarrazin, 1937-67


Al parecer, el Día de Todos Los Santos de 1968 una jovencísima Patti Smith deambulaba por Greenwich Village con tan solo un dólar y un billete de metro. De buena gana se hubiese tomado un café y un sándwich de queso por noventa y nueve centavos en el Waverly Diner, de hecho hacia allí se encaminaba, pero tuvo el acierto de pasar antes a echar un vistazo por la sección de saldos de una librería de la calle Ocho. Y allí, entre ejemplares de salida escasa de Groove, de Olympia Press y de la revista Evergreen, la esperaba El astrágalo, de Albertine Sarrazin, en cuya faja se indicaba como reclamo que la autora era “una Genet femenina”.

    Ese hecho aparentemente fortuito viene a sancionar, una vez más, la validez de una hermosa observación de Borges que vendría a postular en sentido contrario y a admitir la existencia de un oscuro sino en este tipo de encuentros: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos.”


En su día, El astrágalo también me deslumbró a mí, si bien yo entré en contacto con el caso Sarrazin de forma harto diferente a como lo hizo la Smith. Mi vía de acceso no fue el deambular ocioso al aire libre, sino el trabajo asalariado, sedentario y bajo cubierta en una gran casa editora. El cicerone que me guió en el tránsito fue también otro prófugo aunque  más gregario y de perfil bien distinto al del intenso y minoritario Jean Genet. Fueron Henri Charrière y su apabullante éxito de ventas Papillon los que me pusieron sobre la pista de Albertine Sarrazin y El astrágalo. Eso fue en 1973, pero aún tardaría una década en toparme finalmente con el volumen en un establecimiento de lance que acaba de cerrar: la Llibrería Canuda.

    Cuando en el ya remoto diciembre de 1973 yo me incorporé a la plantilla de Plaza & Janés, esa firma editorial vivía todavía bajo la onda expansiva de la publicación, en 1970, de Papillon, novela autobiográfica en la que Henri Charrière da cuenta de su paso por diferentes colonias penales de la Guayana Francesa y de su arriesgada fuga definitiva de la Isla del Diablo en una maltrecha balsa hecha de cocos. La onda expansiva que he mencionado se vio nuevamente vivificada por el estreno ―supongo que hacia 1974― de la película homónima protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman.

Papillon, Henri Charrière. Plaza & Janés, Barcelona, 1970.


    Muy al contrario que Patti Smith, que ha retenido milagrosamente todos los pormenores ―no en vano lleva un diario―, lo que yo vagamente recuerdo es genérico y de escaso interés. En algún sitio debí de leer por aquellos años que si bien había hecho exitosas metástasis en la mayoría de los mercados culturales, Papillon era un pelotazo editorial de origen francés cuyos antecedentes directos se situaban en esa misma escena y no eran otros que el influjo ya lejano de Jean Genet, cuyas obras capitales se habían publicado en los años cincuenta, y el caso reciente de Albertine Sarrazin, cuyo pistoletazo de salida  ―El astrágalo― había detonado no hacía mucho en pleno París.
    
    El astrágalo, ése es el título extraño y fascinante que se me quedó y del que me desentendí hasta que, hacia 1983, di con él entre los montones de reventa de la Llibrería Canuda.

    Patti Smith refiere en su prólogo que antes de estar lo bastante cerca como para poder leer la referencia a Genet de la faja, lo primero que le llamó la atención del libro fue el rostro vivaracho de Albertine Sarrazin impreso en la portada de una hermosa edición en tela. Así cualquiera. Yo tuve que descubrir El astrágalo leyendo trabajosamente su título camuflado en la cubierta casi disuasoria de una humilde edición de bolsillo de 1973 tirada en el típico papel pajizo de la época. Ahí van sendas imágenes de la cubierta y de la portada:


El astrágalo, Albertine Sarrazin. Ediciones de bolsillo, Barcelona, 1973


Portada de El Astrágalo en la edición de Libros de Bolsillo.


Visto en la distancia yo diría que la portada es precisamente el punto flaco que han tenido las sucesivas ediciones de El astrágalo que se han hecho en España (de las que me precio de tener hasta cuatro, si bien una está en paradero desconocido), que omitieron un tanto a la ligera la foto de la autora o la relegaron con muy poca vista a una posición subalterna en la contraportada o la solapa, cuando es a todas luces evidente que, además de su prosa y de su vida indesligables, el activo más subyugante de la Sarrazin radicaba en su estampa de muchacha polvorilla y de carácter.

    La imagen de cubierta ineludible de cada uno de los libros de la escasa obra de Albertine Sarrazin es ella misma, su rostro de antílope de ojos perfilados con khol, no hay duda. Y la primera publicación española que, aunque tarde, se aviene a reconocerlo parcialmente y obra en consecuencia es la que ahora publica Seix Barral con un hermoso prólogo de Patti Smith.


Inolvidable imagen con la que Albertine Sarrazin entró definitivamente en la leyenda.

El poder de convocatoria de Patti Smith es tan poderoso que es de prever la inminente la aparición masiva en los medios de reseñas y artículos de calado firmados por gentes que escriben bien y saben mucho más que yo de la autora y del libro. No voy, pues, a incurrir en nada parecido. Sí quiero, no obstante, traer aquí un fragmento especialmente significativo y que, bien en contra de una sentencia lúgubre y certera que también está en esas páginas (“Mi camino recto es la chirona”), lo apuesta todo a la luz y el porvenir, y cifra en un escaso renglón la temperatura vital de Albertine Sarrazin: 

    “Sigo en la noche, pero si hay en algún sitio una aurora y yo descubro el camino andaré hacia ella…” 


En 1968, Patti Smith se sintió atraída por un extraño libro en cuya faja se mencionaba a Jean Genet. Han girado los años y hoy es ella misma la que aparece mencionada en la faja de una nueva edición de aquel mismo título, el que perturbó su vida como pocos.

    Siempre lo vimos como algo normal y nunca habíamos dado ninguna importancia a la forma en que Patti Smith aparece con los ojos perfilados en las portadas de sus discos. Lo cierto es, según ella misma reconoce en el prólogo, que comenzó a perfilárselos al estilo Sarrazin como gesto ritual diario para tratar de empaparse de las maneras, la clase y la vitalidad de aquella muchacha apasionada e insolente con un tobillo roto.

Patti Smith con los ojos perfilados a lo Sarrazin.


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Edición pionera de El astrágalo, Editorial Lumen, Barcelona, 1966.


 
Contraportada de la edición de Ed. Lumen.

Portada de la edición de Ed. Lumen.