lunes, 30 de diciembre de 2013

ESCOLA MASSANA



La Escola Massana en blanco y negro, el bitono de los recuerdos imborrables.


No trabaja uno habitualmente en el caos, pero sí con el grado de desorden inevitable para que el fermento de la creatividad encuentre estiércol y asiento donde brotar. Yo diría que se trata de un desorden de intensidad media con fluctuaciones periódicas hacia el desorden severo y con desplomes puntuales en el caos absoluto.

   Una de esas breves inmersiones en el caos fue precisamente la que el pasado mes de junio no me dejó obrar con sentido de la oportunidad. Si bien lo adecuado hubiese sido hacerlo en su momento, subir esta entrada con algunos meses de retraso me parece hasta elegante por lo que tiene de desdén hacia la precisión y la puntualidad, tan de relojeros y de suizos.

   El día veintiuno del pasado mes de junio hizo exactamente treinta años que la Escola Massana me concedió, en su primera convocatoria, una de sus becas menores. Aunque ha pasado mucho tiempo y mi trayectoria ha experimentado a lo largo de los años todo tipo de mutaciones, cortes, eclipses y regresos, lo cierto es que aquella fecha remota permanece en mi memoria como instante preciso en que dio comienzo ese viaje.


Mi acreditación como becario de La Massana, junio de1983.


Nunca he ocultado mi condición de “massanero”. Estudié en la Escola Massana y me diplomé en escultura en 1983. Eso ha sido siempre gratamente ineludible para mí. Durante la efervescencia de la década del ochenta del pasado siglo, el término “massanero” era un epíteto tenuemente peyorativo en la escena artística barcelonesa. Eran los años de la apertura y el afianzamiento de la modernidad a ultranza y de los nuevos comportamientos artísticos, y aquella euforia arrojaba una sombra ominosa sobre la Escola Massana, institución anclada en el pasado y de aire retro cuyas credenciales completas eran “Conservatorio Municipal de Artes Suntuarias Massana”. Después vendría lo de “Escuela de Artes aplicadas y oficios artísticos” y la inmersión de la Escola Massana en la modernidad al uso ya como de “Centre d’Art i Disseny”.

   
   Hoy el adjetivo “massanero” es todavía vigente (es más: creo que hay prevista una concentración a principios de año de gentes que hacemos bandera de esa condición), pero no me consta que tenga connotaciones peyorativas. No era así en la escena artística local a mediados de los años ochenta, ecosistema claramente influenciado por una superstición de orden jerárquico que, de manera oficiosa pero a todas luces evidente, investía de un supuesto rango superior a quienes se habían formado en la Facultad de Bellas Artes y en la Escola Eina respecto de los “massaneros”.

   Así estaban las cosas cuando en junio de 1983 dejé la Escola Massana con un diploma que me acreditaba como becario de esa institución. El premio me daba la posibilidad de utilizar durante un curso más y sin coste alguno las instalaciones y medios de la escuela. Era una buena y barata oportunidad para comenzar la morosa destilación de los rudimentos de un lenguaje propio con todo tipo de medios a mi disposición. La situación era idílica, pero había un peligro latente: el omnipresente e insidioso “estilo massanero”. Y decidí marcharme para deshacerme de él cuanto antes.

   Por aquella época existía el innegable “estilo massanero” al igual que el “estilo Facultad” o “Eina”, y eran nítidamente distinguibles. Es evidente que los métodos, la atmósfera y los tics pedagógicos de cada una de esas instituciones modelaban al alumnado, que salía al mundo cortado con el patrón característico que lo hacía fácilmente identificable. Nada más acabar, lo primero que hicimos algunos “massaneros” —no sé los demás— fue comenzar a trabajar para borrar esa influencia, lo que no siempre era sencillo.


Detalle del frontispicio de entrada a la Escola Massana.


A la concesión de la beca y la salida de la Escola Massana —asuntos menores y puramente subsidiarios— se encadenó con naturalidad un hecho que sería capital en mi trayectoria: un grupo de cuatro “massaneros” alquilamos como taller, ese mismo mes de junio de 1983, la espaciosa nave del primer piso del número 10 de la calle de La Riereta. El contrato de arrendamiento se puso a mi nombre, detalle meramente administrativo pero que sería decisivo para la continuidad durante los años de hierro de la especulación inmobiliaria en Barcelona y de la vigilancia y acoso a los inquilinos. Por aquel enclave, subdividido en cuatro talleres de algo más de noventa m2 cada uno, pasaría bastante gente a lo largo de los veintitrés años que estuvo en funcionamiento. No fui el último en abandonarlo, pero casi. En el otoño de 2005 se nos notificó por escrito lo que se veía venir hacía tiempo: el inminente derribo del edificio. Nos daban medio año de plazo para evacuar. Me marché en abril de 2006.

   En ese taller fue donde, entre los años 1983-86, borré meticulosamente las trazas estilísticas de mi ascendente “massanero”. Durante los dos años siguientes me concentré en las tres piezas que integrarían mi primera exposición individual. Aunque aquella muestra pertenece a otro capítulo y fue ampliamente reseñada en este blog en enero de 2012, traigo aquí nuevamente imágenes del evento para dejar constancia gráfica de que la exposición vino a demostrar, por así decirlo, mi limpieza de sangre. El estilo “massanero” había sido borrado de mi ADN, o eso pensaba yo…


Panorámica de mi exposición en la Sala Montcada, otoño de 1987.

                                                              


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