domingo, 28 de diciembre de 2014

LA ÚLTIMA NOCHE DEL ATRASO - II


(viene de la entrada anterior)





II – La noche española

La última noche del atraso es la noche específica, mítica e irrecuperable a la que dan directamente las pequeñas ventanas de esta quincena larga de dibujos que bajo el título Circular nocturna Juan Miguel Muñoz ha reunido en la galería El Catascopio. Esa noche común y al mismo tiempo legendaria, ordinaria y señalada, es la noche de autos (dicho en toda su amplia polisemia) donde se desarrolla el meollo de una curiosa poética de ultracuerpos móviles, fantasmas rodados y apariciones de vehículos difuntos.
   
    El camión que aparece en estos dibujos es el vehículo etéreo y fantasmal que, al igual que esos aparecidos que siempre vuelven a la curva donde fueron embestidos, cubre la misma ruta nocturna cada aniversario de la legendaria última noche del atraso.
   
    Si el encargo de este texto me hubiese llegado antes de que el título de la exposición se hubiese decidido, sin duda habría sugerido que se reutilizase a tal fin Noche española. Es el título ideal; y lo hubiese defendido como si fuese por completo original y Francis Picabia, Eduardo Arroyo o Ángel González, entre otros, no se nos hubiesen adelantado. Sin ánimo de polemizar, entiendo que el lamparón de ese título enigmático, furioso y melodramático queda mejor en la camisa zurcida y pobre de chófer humilde de esta exposición que sobre algunas de las pecheras inmaculadas donde se ha colocado en ocasiones. Pero las cosas son así y hay que aceptarlas, el mérito de haber dado con el título La noche española es de Picabia. Él lo vio primero.
   
    Mi predilección por ese título no es arbitraria. Entiendo que el paisaje que se deja ver en esta serie de dibujos y se obstina en permanecer a oscuras es de España, no hay duda. En esa tiniebla rasgada por los haces de luz de los camiones late la España cárdena y visceral de siempre, la de Goya y El Greco, la de Ramón y Solana, la de Cela y Delibes. La de El Lute y también y sobre todo la de Franco. Sobre todo ésa. Aunque no se ve, el perfil imponente del toro de Osborne anda por esos cerros. Tampoco se ven las vallas donde se publicita La Casera, los viejos transformadores de la luz historiados con el yugo y las flechas o los paredones desvaídos donde figuran la promoción anual de mozos llamados a quintas. Toda esa imaginería está sin duda por ahí, fuera de los haces de luz de los camiones, pero muy cerca.
   
    A poco que le interese el mundo del motor, tenga algo de retentiva y también cierta edad, el espectador medio caerá rápidamente en la cuenta de que los vehículos que aparecen en las ilustraciones no son camiones genéricos sino modelos específicos de marcas nacionales de hace unos años. Ebro, Avia, Nazar, Pegaso, Barreiros, esas son las firmas legendarias que levantaron el parque móvil español de vehículos pesados durante el desarrollismo franquista y cuyos modelos aparecen aquí en todo el esplendor épico de su tarea. Aunque parcialmente velada, la estampa inequívoca de esas viejas glorias se deja entrever lo suficiente para permitirnos adivinar que el camión que se acerca de frente a un cambio de rasante es un Avia; el que deja atrás el perfil de un municipio y encara una pendiente, un Pegaso “mofletes”; el que se dispone a cruzar un puente alto de doble arcada, un Ebro. Y así en cada una de las ilustraciones.
   
    Aunque no es lo más evidente de su complejo discurso, Circular nocturna —cuyo título ideal hubiese sido, repito, Noche española— es también y sin lugar a dudas una exposición de añoranza camp de la imaginería del mundo del motor durante el mediodía del franquismo, fase que hoy, a más de medio siglo de distancia, se nos aparece como un capítulo de relevancia técnica y tenue modernidad acaparado por el casticismo español de viejo cuño y subsumido en su rancio barniz de gloria y fanfarria; una exposición apolítica y apolémica que coincide con el auge del enconamiento antiespañol que se vive en Cataluña —donde campa a sus anchas el eslogan “España nos roba” y funciona a todo tren el aspersor secesionista— y comparece puntualmente en la galería El Catascopio del barrio de Poble Sec de Barcelona sin mitigar ni mucho menos disimular ese rasgo suyo que, precisamente porque podría pasar desapercibido, conviene señalar aquí y evitar así que se pierda irremediablemente en el amplio flujo de un discurso puramente estético focalizado en la puesta al día de la nocturnidad romántica y su inevitable reseña de la insignificancia humana y técnica frente al pasmo del cosmos insondable.


Lo crucial en estos dibujos no es la anécdota que se repite en todos ellos con ligeras variantes. A saber: las luces de un camión solitario abriendo brecha en el paisaje sometido a la supremacía abusiva de la noche estrellada. Que esa luz desvele y enfatice la forma específica de un camino de grava, un árbol o una pared en ruinas es lo de menos. Aunque no es irrisoria —de hecho, va a interesar también al espectador más exigente—, esa anécdota figurativa y tenebrista funciona como reclamo para que nos aproximemos y, con algo de suerte y bastante fe, percibamos que lo esencial no es la luz ambulante del camión ni el resplandor eterno de las constelaciones, sino que lo crucial se da en las zonas sombrías del dibujo donde acampa el paisaje terrestre.
   
    A poco que nos demoremos lo suficiente frente a alguna de estas ventanas, acertaremos a distinguir en el negro uniforme y pleno vagos perfiles familiares. Son formas, cosas, gente, símbolos, traumas, tormentas y lo que cada quien acierte buenamente a ver; presencias que no están en el dibujo sino que las añade, en un acto de transferencia espontanea, el fervor del espectador. Cada hombre en su noche, así de hermosamente tituló Julien Green una de sus obras, frase que vendría a postular la existencia de una noche capital en la vida de todo hombre y, por extensión, de toda persona. El contenido torrencial de esa noche irremplazable es lo que volcamos en las tinieblas del dibujo. Lo que sea que veamos en esa intemperie anochecida es de lo más íntimo que hay en nosotros.
   
    Ignoro lo que, aparte de los inevitables camiones, otros verán en ellas cuando esas imágenes se exhiban en la galería, pero recuerdo perfectamente lo que yo vi la tarde que, puestas en hilera, las contemplé en el estudio de  Juan Miguel. Y lo que vi fue, ni más ni menos, que la última noche del atraso.


III – La noche propicia

Ser de origen rural es un absoluto sin grados ni matices ni escapatoria posible, un estigma visual y auditivo inconfundible, perdidamente irrevocable. No hay comunión como la de mentar con quien también lo ha visto cómo el almidón de la helada deja los rastrojos tiesos, cómo se aleja el soniquete de la esquila. No sé los otros, pero el atraso rural era hermoso: el viento era lo más lozano, y hasta el nombre de las maestras de las escuelas remotas era brisa leve y común: Claudia. De tan flacas, las evaporaba la canícula, y una áspera tormenta de gramíneas y barro las devolvía intactas: el mismo tacto de manzana claudia recobrado al cabo del diluvio. El viento. Era lo más lozano pero también lo más cruel: agitaba rosaledas y deshacía el pelo de las niñas con el mismo brío que los nidos. Pistilos de rosa, broza de gorriones y horquillas de alambre mortífero: el aire del atraso era irrespirable y así de hermoso.
   
    El recuento sesgado de la ruralidad siempre va de eso: de lo rudo y sensual que era todo por entonces. El tópico es cierto, pero en lo referente al verano se queda corto: era sublime y perverso de día, y doblemente sublime y acaso infinitamente pérfido de noche.


Las falenas y las palomillas que acuden a la luz son las que más saben de la brevedad del verano y del valor incalculable de la luz y el calor de una bombilla encendida en la noche tibia de las postrimerías del estío. Ya que me es literalmente imposible describir la secuencia inicial de esa última noche del atraso sin mencionarlas, la dejaré así: un sinfín de falenas cruzaban sus órbitas alrededor de un aplique de pared pobremente iluminado en la calle abierta al desvío de la nacional. Al detenerse el camión, la plaga abandonó de una la luz mortecina del aplique por el resplandor vivo y caliente que brotaba de los faros del vehículo parado. El chofer dejó el contacto y la radio puestos, y bajó a recoger un cabo suelto de lona que rozaba el suelo y a fumar de paso en la penumbra. Entonces oí la canción, el himno bisagra que delimitó con nitidez las áreas de sombra y luz de mis recuerdos. De una parte la mitad umbría de la ruralidad y la belleza absoluta del atraso secular; de otra, el porvenir iluminado, la belleza justa. Acabó de sonar el final de alguna pieza de música borrosa; qué sé yo a estas alturas la coda de qué canción exactamente eran aquella. Ni idea. Lo que recuerdo vivamente es que el prodigio desplegó su tapiz sonoro a continuación. Inextricablemente unido al aroma de gasoil y grasa de motor que transpiraba el camión, fluyó también de sus adentros el hachazo de una canción deslumbrante que partió mi mundo en dos. Yo era una falena que no sabía nada la brevedad del verano ni intuía siquiera el valor incalculable que la luz, el calor y el sonido de aquel estío tendrían para mí el resto de mi vida. Una falena que, como las otras, en aquel instante dejó la bombilla pobre del pasado por el resplandor caliente y vivo de un foco de luz distinta y poderosa. Un insecto adolescente que no sabía que aquel prodigio era Qué noche la de aquél día, ni por supuesto quiénes eran los Beatles.


Lo que yo veo en esta exposición es aquella noche repetida tantas veces como dibujos se exhiben. Veo hasta diecisiete variantes del adorable fantasma de un camión difunto desasido de sus propios despojos que circula hacia un levante de progreso y esparce en la noche las esporas de una canción. Un vehículo espectral que deja atrás la ceniza del pasado, el atraso de las aldeas humildes y las pedanías ilegibles entre tanto polen en suspenso, el de las bandadas de muchachos espiando en el crepúsculo y las niñas orinando en cuclillas en la espesura de una maleza llena de ojos; el atraso de las ancianas camino del rosario, el de las escuelas despobladas por una pasa de paperas y el de los oligofrénicos y los tontos de solemnidad sentados solos en los poyos, mirando nada; el atraso de los suicidas con boina y el de los párrocos cruzando el lodazal de las almas caídas; el atraso de las caballerías cargadas de lavanda y el del plasma de la tarde profunda que gotea sobre el atraso del mundo espesos coágulos de bodas, bautizos, comuniones y sepelios. 


Que cada cual decida a qué profundidad personal alude el vehículo que se abre paso en la densa noche de esta modesta serie de dibujos. Yo veo en todos ellos el espectro de un camión que atraviesa España por su ecuador simbólico: el surco que separa la modernidad incipiente de la ruralidad y el atraso secular. En mi caso, esa dolorosa linde la trazó con toda nitidez una canción crucial e indescriptiblemente hermosa que brotó una noche precisa de la radio de un camión parado.

    Lo que echo a faltar en estos dibujos es la tonada de la canción y el tufo a gasoil. Lo demás está todo igual que aquella noche inolvidable y propicia. La última noche del atraso.


© 2014, Eladio Palomares



                                                                †


LA ÚLTIMA NOCHE DEL ATRASO - I



Tal y como adelantábamos en la entrada anterior, lanzamos a continuación dividido en dos partes La última noche del atraso, texto de cierta extensión y compleja mixtura en el que Eladio Palomares, mediante una apertura peculiar, un desarrollo sólido y un emocionante desenlace, nos brinda su sentido y muy personal comentario acerca de la serie de dibujos que bajo el título Circular nocturna Juan Miguel Muñoz mostrará en la galería El Catascopio a partir del próximo 29 de enero.







LA ÚLTIMA NOCHE DEL ATRASO

                                                                 El día es bello, la noche es sublime.
                   Kleist

I - Vehículos espectros

Aún quedan despojos de camión en los arcenes, chatarra de viejos autos en los baldíos y jirones de metal viajado en los solares infames de provincias.
   
   Fuera de las vías de primer orden, despejadas de todo estorbo en aras de la seguridad, la fluidez y el aseo vial, no hay desplazamiento posible por el denso capilar de carreteras secundarias, comarcales, pistas forestales y caminos de mala muerte de todo tipo que no brinde la estampa de algún viejo camión apartado y desmembrado entre malezas u orillado en un solar de runa.
    
    La escasez de grúas, la desidia de las aseguradoras, alguna riada oportuna y el antojo de la casualidad se confabularon en su día para que algunos de los venerables vehículos de carga que cruzaron el país de punta a punta no recibieran la atención que merecían y resten a la vista en estado de abandono, expuestos al rigor del descubierto y el flagelo de los años.
   
    Como todo lo que palpita y tiene nombre propio, también el camión está sujeto al ciclo de la existencia y su culminación en el tránsito de la muerte seguida de la necesaria desaparición por inhumación en tierra, cremación o, en su caso, el reciclaje del metal y su disolución en los hornos de fundido. Para las culturas clásicas del Mediterráneo, la sepultura era el único salvoconducto que franqueaba las puertas del más allá al alma del finado. No había otro. Mientras los restos permaneciesen perdidos, inubicables, en paradero desconocido o dejados adrede sin cubrir y por consiguiente insepultos, el alma estaba condenada a permanecer y vagar sin arraigo por el mundo físico.
   
     Y no solo quedan despojos de camión en los arcenes, chatarra de viejos autos en los baldíos y jirones de metal viajado en los solares infames de provincias, sino también algo mucho más misterioso y esquivo por naturaleza: el alma transeúnte de cada uno de aquellos vehículos adherida todavía a sus hierros como un fantasma en letargo esperando la noche propicia.


Invocar la simplicidad de los antiguos, como acabo de hacer, es un recurso muy útil para explicar con sencillez asuntos complejos. Nunca falla. Se ha de utilizar de entrada para que ya de buen comienzo la idea base quede expuesta con toda nitidez. Es un excelente aperitivo cuando para proporcionar a nuestro argumento más consistencia hemos de pasar a confrontarlo con aparatos conceptuales de digestión algo más pesada como, en este caso, la escatología cristiana, cuya mención es del todo inevitable aquí ya que pese a la pérdida de hegemonía espiritual de ese credo y al declive de su acepción social en la actualidad, es evidente que su larga persistencia en el inconsciente occidental ha empapado por completo nuestro imaginario en lo que respecta a la existencia en el más allá y la vida de ultratumba.
   
    Son tres los posibles destinos del alma del finado según la escatología cristiana: Infierno, Purgatorio o Paraíso. Y también tres, según costumbre, las opciones terrenales del vehículo que por siniestro total, pura consunción o renovación del parque móvil ha quedado inservible: el reciclado inmediato en los hornos de fundido, el ingreso en el cementerio de autos o el abandono a la intemperie.
   
    Sin pausa que valga, día y noche las prensas de metal comprimen en alpacas la herrumbre obsoleta de todo el parque móvil del planeta, y el horno del progreso, inapelable, bulímico y frenético engulle, funde, procesa y vuelve a generar metal flamante para nuevos vehículos de última generación. En cuanto que son destinos irremediables y terribles que no tienen vuelta atrás y también ámbitos parecidamente sofocantes de punición eterna o fusión instantánea, el bíblico y el crisol de fundición son infiernos hermanos.
   
    La ciega combinatoria de pasado y porvenir en las moléculas del metal recién laminado es tan imprevisible, azarosa y poética, que no solo es probable, sino también hermoso y de una densidad simbólica considerable, que un Scania imponente recién matriculado en Dresde lleve en su ADN trazas del metal original del humilde Pegaso "mofletes" que, va para sesenta años, acarreaba ladrillos de adobe por la zona de La Alcarria; o que el nervio del Barreiros botellero que desde mil novecientos cincuenta y pocos hasta el setenta distribuyó hielo y bebidas gasificadas por los aledaños de Vicálvaro, haya pasado intacto a los muchos caballos del potente cuatro ejes cromado que ayer mismo salió del concesionario de Volvo en Bolonia.
   
     Siquiera sea de forma vicaria, atomizado y disperso por todo el nuevo parque móvil el vehículo difunto podría efectivamente regresar así al tránsito rodado. Pero en tanto que el metal reaprovechado, nuevamente fundido y laminado es neutro y de utilidad indistinta para la industria en general, no es descartable que la colada de metal líquido a donde ha ido a parar el nervio ambulante y rebelde de un camión feriante se utilice para la fabricación de una partida de clavos, sillas poltronas, tapas de alcantarilla o cualquier otro adminículo relacionado con el sedentarismo extremo o el anclaje definitivo.
   
    Para el que ha catado los cálices de la velocidad y el trasiego del viaje, el castigo supremo en ese infierno soporífero no es permanecer en él, sino volver a este mundo y verse confinado a perpetuidad en un punto fijo.


En la fosa común de metal y vasta herrumbre de los cementerios y desguaces de automóviles, verdaderos purgatorios donde yace, se lava y aguarda nuestro viejo parque móvil, vemos todavía, en una lamentable confusión de rangos que los denigra, vestigios de aquella casta épica de camiones apilados al descuido entre una plebe de turismos añosos, rancheras consumidas y caravanas trabajadas sin miramiento alguno por el ácido inmutable de la intemperie.
   
    Aunque están al descubierto, el estado de restos civiles puestos bajo la demarcación y al amparo del preceptivo cementerio de automóviles que acreditan esos vehículos les otorga de hecho un estatuto equivalente al de restos sepultos en suelo santo.
   
    Los amasijos acotados, cementerios y desguaces de automóviles son sin duda otras tantas franquicias del Purgatorio bíblico. El vehículo depositado en esos limbos ni está aquí ni en el más allá; no es todavía la molécula que volverá al tráfico rodado ni desgraciadamente será nunca el fantasma que aún circula ligado a este mundo. Es despojo que purga y espera, puro intervalo que ha quedado provisionalmente al margen de cualquier posibilidad de actividad transeúnte.


Si, como hemos visto, el horno de reciclaje y el Infierno comparten idéntica condición de destino inapelable, y por otro lado el Purgatorio y el cementerio de autos poseen también la misma cualidad de limbo transitorio donde el alma y el vehículo se lavan, depuran y aguardan; es sin duda el abandono a la intemperie —maldito para la mentalidad griega y obsceno en toda cultura— el único estado gozoso equiparable a la dicha de haber sido llamado al Paraíso de los justos y habitar en él.   
   
    El auténtico regreso a la circulación veraz es, pues, privilegio de los elegidos: los vehículos difuntos que pernoctan extramuros y en estado de abandono administrativo en suelo impío. Los camiones indomables desmembrados, reducidos a una lastimosa cabina desfigurada y un reguero de piltrafa diseminada por descampados y bancales. Como el otro, el paraíso con gasolineras también está reservado a los humildes y los vapuleados.
   
     Al igual que la toxina del amor, la pelusa del albaricoque o las muchachas en blusa vistas al trasluz, el deleite sensorial y la felicidad opiácea del desplazamiento por carretera solo son de este mundo. Lo hermosamente paradójico y próximo a la maravilla es que la negra suerte de los camiones insepultos de toda índole, de los abandonados a su suerte, los olvidados, saqueados, humillados, descarnados, tirados en los arroyos fecales del olvido tiene mucho más de fortuna y buena estrella que de negro destino.

   
    El fantasma de esos vehículos permanece todavía entre nosotros aguardando furtivo, año tras año, la noche en que todavía es capaz de circular. La única noche en que su presencia evanescente se activa y cubre nuevamente el mismo tramo por el que circuló durante aquella noche legendaria. La última noche del atraso.


(Continúa en la siguiente entrada)


                                                             †



sábado, 27 de diciembre de 2014

CIRCULAR NOCTURNA


  

Circular nocturna, lámina nº 4. Técnica mixta sobre papel, © 2012, Juan Miguel Muñoz.



Nos complace anunciar que el próximo 29 de enero se inaugurará en la galería El Catascopio la exposición de Juan Miguel Muñoz Circular nocturna, que permanecerá en cartel hasta el 15 de marzo. La muestra la integran diecisiete dibujos originales de una serie de veintitantos en total que fueron realizados hace un par de años para ilustrar Ruta nocturna, el flamante décimo número de nuestra colección Libros De La Micronesia.

    Cabe comentar que desde la clausura de la muestra La pelliza de hiedra en el Espai Ruïnes del Pati Llimona a principios de 1996 (exposición con la que oficiosamente se despidió de la escultura para acogerse a la edición marginal, que vendría a ser como salir de Guatemala para meterse en guatepeor), esta Circular nocturna será la segunda exposición que realiza al margen de la marca De La Pulcra Ceniza y que firma con su propio nombre. La anterior (La Whiskería, 2010) la componían la docena escasa de ilustraciones originales que realizó para Galaxia golosina, octavo número de Libros De La Micronesia.

    Además, he de mencionar otro evento en el que también se puede ver estos días obra de Juan Miguel aquí en Barcelona. Arts Santa Mònica ha prorrogado hasta el 25 de enero la muestra  Traç, el dibuix com a eina de coneixement, un extenso recorrido por las distintas maneras en que puede ser utilizado el dibujo como recurso polivalente (dibujo técnico, de moda, científico, artístico, de aficionado, etc.). En esa muestra figura un dibujo original de la serie El azul de la carne.

     La verdad es que firmar como propias únicamente dos sencillas exposiciones en casi veinte años y haber adjudicado las otras, las importantes, de más aparato y repercusión, a una suerte de marca o proyecto impersonal que hace las veces de cortina de humo es, en el caso de Juan Miguel, una actitud consustancial, auténtica y exenta de cualquier connotación de estrategia deliberada o pose más o menos forzada de cara a la galería. No en vano estos asuntos los rige, según él mismo dice, con acuerdo a dos exhortaciones de Epicuro y de Gauguin respectivamente (“vive oculto” “sed misteriosos”), que siempre le ha parecido que se avienen perfectamente con su forma de ser y practicar el arte.



Circular nocturna, lámina nº 8. Técnica mixta sobre papel, © 2012, Juan Miguel Muñoz.



Circular nocturna es una muestra monotemática de dibujos en los que únicamente aparecen camiones circulando de noche. Para despejar (o complicar más, que nunca se sabe) las cenagosas cuestiones del porqué de esas imágenes, de su curiosa semántica nocturna, hipotético significado y de lo que en definitiva el autor viene a contarnos desde las paredes de la galería El Catascopio, De La Pulcra Ceniza publicará, en uno de sus elementales bolsillos, el texto de Eladio Palomares La última noche del atraso, extenso comentario que nos parece suficientemente clarificador y que en breve subiremos íntegramente a este blog.



Circular nocturna, lámina nº 16. Técnica mixta sobre papel, © 2012, Juan Miguel Muñoz.



Circular nocturna, dibujos de Juan Miguel Muñoz.
Galería El Catascopio, c/ Margarit, 17, 08004, Barcelona.
Del 29 de enero al 15 de marzo de 2015.
Inauguración: 29 de enero a las 19,30h.


                                                             †



miércoles, 24 de septiembre de 2014

LA NOTICIA DEL AÑO


Imagen de sonar de una de las naves de Sir John Franklin. La noticia del año.


A consecuencia del poco tiempo que uno dedica a la prensa diaria y al seguimiento de la actualidad, bien podría darse el caso, como así ha ocurrido estos días, de que por vivir tan ricamente al margen del aluvión de mero cascajo informativo me haya perdido la aparición de un verdadero diamante en bruto, una de esas noticias imprevistas que solo aparece muy de tarde en tarde.

   Resulta que durante mi vistazo diario a la humilde estadística de visitas que recibe este blog, desde hace un par de semanas venía observando que las entradas "Erebo & Terror I" y "Erebo & Terror II" registraban una cantidad inusualmente alta de movimiento. Ni le di importancia ni vi en ese hecho señal significativa alguna más allá de suponer que las materias y el calendario de la enseñanza global es idéntico en cualquier latitud, y que los escolares españoles, canadienses, franceses y daneses (las nacionalidades que más frecuentaban el blog en esos días) habrían comenzado a buscar en la red información para el que, pensaba yo, bien podría ser su primer trabajo del curso 2014-15: La exploración del Ártico. (Mínimo de dos mil palabras a doble espacio y a presentar, preferiblemente en papel —a la maestra no le gusta leer en la pantalla—, antes del último viernes de noviembre).

   Tampoco supe ver indicio significativo alguno en el hecho —no muy habitual, para qué engañarnos— de que desde nuestra web me llegara durante esos días una petición de compra de un ejemplar de Erebo & Terror precisamente. Detalle que, como digo, no acerté a valorar en un contexto más amplio, y en el que únicamente encontré cierta delectación comercial.

   No fue hasta el pasado lunes cuando mi buen amigo Ruy, que me lo comentó con cierto retraso, como si nada y pensando que yo estaría al caso, me hizo caer en la cuenta de que todo tenía un sentido, y que el inusual flujo de visitas a nuestro blog y la venta de ese desangelado ejemplar de Erebo & Terror eran consecuencia directa de una noticia de calado, de la que yo no tenía ni idea: el hallazgo efectuado, el pasado 7 de septiembre, de los restos de una de las dos naves que Sir John Franklin llevó al Ártico en 1854 en misión de descubierta del legendario Paso del Noroeste.

   Y es que tras unos ciento sesenta años de búsqueda infructuosa, se da por seguro que el pecio detectado por un sonar de barrido, que el gobierno canadiense desplaza cada verano hasta las cercanías de la isla O’Reilly, es sin duda alguna el casco hundido de una de las dos naves de Franklin: el HMS Erebus o el HMS Terror.

   La noticia del hallazgo la comunicó en rueda de prensa el primer ministro canadiense Stephen Harper quien, al parecer, habría formado parte de alguna de las expediciones de búsqueda. Dato insoslayable que vendría a demostrar, una vez más, que lo de ser conservador y pasar muchas horas sentado en un despacho es perfectamente compatible con una vida de acción. (Si bien no lo hizo directa y frontalmente a la intemperie, sino de manera diferida y haciendo trampa a través de la molicie del arte, hay que decir que en la demostración de esa tesis trabajó con ahínco nuestro escritor de raza don Pío Baroja, que pasó buena parte de su vida sentado frente a una mesa camilla y escribiendo un extenso ciclo de novelas agrupadas bajo el título de Memorias de un hombre de acción).

   
En su edición del 14-9,  El País dedica una página completa a la noticia del año.



Esa es la noticia, y de momento poco más se sabe. Obviamente, la situación exacta del pecio, que se halla sumergido a unos once metros de profundidad, no ha sido revelada. Ahora de lo que se trata es de seguir indagando en la misma zona para localizar la nave que falta. Entiendo que en breve se sabrá cuál de las dos es la que ha aparecido. No parece que esa información se vaya a demorar mucho, ya que por datos relativos a su construcción, de sobras conocidos, se sabe que ya a simple vista son naves muy diferentes. El HMS Erebus es un navío clase “Hecla” de unas 370 toneladas, y el HMS Terror algo más pequeño, de clase “Vesubius” y de 320 toneladas.

   La localización del HMS Investigator en 2010 —que por cierto estaba sumergido a la misma profundidad: once metros— fue el último hallazgo de reliquias árticas de  importancia y, al mismo tiempo, la inyección de moral y certeza que necesitaba el gobierno canadiense para convencerse de que todos esos pecios esquivos están sin duda cerca, de que había que perseverar hasta dar con el HMS Erebus y el HMS Terror, las dos reliquias máximas de la exploración ártica.

   Todo parece indicar que el dinero, medios, tiempo y celo puestos en el empeño no han sido en vano, y que el HMS Erebus o el HMS Terror, una de las dos naves que el 19 de abril de 1845 zarparon de Londres hacia el sinuoso corredor del Paso del Noroeste, se ha dejado ver estos días en el monitor de un sonar de barrido lateral. Llevaba ciento sesenta y siete largos años desvanecida en el Ártico, inubicable.





sábado, 30 de agosto de 2014

RETRATO DEL ARTISTA SENESCENTE



Joyce-Dedalus en su típica pose al estilo "más chulo que un ocho".


Si bien es verdad que se trata de una sola mención fugaz en una secuencia brevísima, la reciente película de Jim Jarmusch Solo los amantes sobreviven ha sacado el nombre de Stephen Dedalus de su cripta excavada en la cultura libresca y lo ha voceado en las salas de proyección de todo el mundo. Al hilo de esa evocación, y del repaso y cotejo de fotografías de algunas de mis viejas exposiciones con otras recientes, he llegado a una serie de consideraciones menores y hasta puede que insignificantes, pero que no obstante, y por si fuesen de interés para alguien más, no me voy a privar de verterlas por escrito.

    Es fama que en el Retrato del artista adolescente, por cuyas páginas deambula el mencionado Stephen Dedalus, se halla encapsulado el ideario estético que James Joyce mantuvo a lo largo de toda su carrera y también una buena parte de las anécdotas y el material biográfico que después desarrollaría en el resto de su obra.

    Además de autorretrato vívido y fiel del joven Joyce encarnado en el adolescente Stephen Dedalus, el Portrait es un yacimiento reticulado, cribado y meticulosamente estudiado por su alto valor como obra programática y germinal que anticipa y en parte compendia al Joyce maduro.

    Algo parecido ocurre con otro famoso retrato de un artista también adolescente, si bien aquí cabe hablar sin ambages de precocidad, prenda no tan evidente en el caso del Retrato, cuya primera versión (Stephen el héroe) Joyce redactó a la edad de veintiuno. En su Autorretrato a los trece años, obra primeriza de Alberto Durero, los exégetas del maestro ven prefiguradas y ya plenamente identificables sus dotes de pintor sobresaliente.
 
Stephen el héroe, esbozo y prueba de autor del posterior Retrato...

Ejemplar de mi humilde biblioteca del  Retrato... en traducción de Dámaso Alonso.

Autorretrato a los trece años, Alberto Durero, 1484.



Si las pruebas de temprana valía y los destellos de precocidad son parte indisociable del arquetipo en que se asienta la construcción del mito del artista, no es menos evidente que su mistificación y entronización definitiva en el empíreo del Arte pasa necesariamente por el reconocimiento y la sanción de su producción al completo, de los destellos incipientes de la mocedad a la obra tardía de la senectud. En el caso de Joyce, el arco de su producción se eleva desde los rescoldos apenas legibles del mazacote de folios de Stephen el héroe (arrojado al fuego por el mismo Joyce y recuperado in extremis por su hermana), hasta la línea final de su enrevesado y desopilante Finnegans Wake (“Un solo camino al fin amado alumbra a lo largo del       —París, 1922-1939—) Por su parte, la trayectoria de Durero despega con ese Autorretrato a los trece años y declina, hacia mil quinientos veintitantos, en una serie de obras entre las que destaca el retrato de Erasmo. Entre esos extremos quedaría, en los dos casos, el grueso de la producción de ambas luminarias.


Aunque con escasas posibilidades de ser no ya entronizado en su empíreo, sino de figurar siquiera en alguna nota a pie de página de su Compendio General, lo cierto es que también yo me dedico al Arte, si bien no a tiempo completo sino a contrapelo, a deshoras y compaginando “esa noble entelequia” con una ocupación alimenticia y trivial. Sea como fuere, lo cierto es que en mi caso ni cabe hablar de precocidad (hice mi primera exposición individual con 28 años), ni he figurado como protagonista de ningún retrato del artista pajillero y pubescente.
    
    Cotejando estos días viejas fotos he visto que, muy al contrario, entre las escasas imágenes de mi humilde trayectoria en las que aparezco hay dos que, aunque separadas por la friolera de veintidós años, cabe identificarlas, especialmente la más reciente, como típicos ejemplos del género “Retrato del artista senescente”; escuela que, como su nombre indica, se ubicaría en los antípodas de la obra liminar de Joyce y difundiría la imagen de creadores talluditos, más o menos trabajados por la usura del tiempo y que acaban de realizar, como sería en mi caso, lo que se viene denominando “exposición de la mediana edad”. Creadores de muy diverso pelaje pero que, en cualquier caso, se asemejan en que su arco creativo y vital ha superado ya las fases de planteamiento y nudo, y va de bajada hacia su última secuencia: desenlace.



El artista junto a su obra. Centre de Lectura, Reus, enero de 1992

El artista junto a su obra, veintidós años después. Espai Betúlia, Badalona, 2014.


                                                                  †

domingo, 13 de julio de 2014

NILO ABAJO II



Vista parcial de la muestra Nilo abajo, Espai Betúlia, Badalona.



Tras dos meses y medio de exhibición, el pasado 31 de mayo echó el cierre Nilo abajo, la muestra retrospectiva que el Espai Betúlia de Badalona ha dedicado a De La Pulcra Ceniza. Con su centenar largo de objetos expuestos, entre los que había publicaciones, dibujos, libros fósiles, ediciones tuneadas y proyecciones, la muestra ha sido la más completa de cuantas hemos realizado y la que ha reunido en un solo conjunto todo el amplio abanico de intereses, poéticas y frentes de trabajo que De La Pulcra Ceniza mantiene abiertos en torno a la edición, el libro y la cultura de la imprenta.

      Como exposición ya desvanecida y arrastrada por el curso de las aguas del tiempo, de Nilo abajo ha quedado como único vestigio físico un modesto catálogo, del que hicimos un tiraje de doscientos cincuenta ejemplares numerados; y como resto inmaterial, una serie de fotografías desmenuzadas en píxeles y bits de información depositados en la memoria de mi ordenador.

   A lo largo de las tres décadas que llevo ocupado, implicado y prácticamente casado con el arte he constatado que clausurar una exposición tiene algo de resaca crepuscular y melancólica. Al margen de su repercusión, difusión mediática y valoración o indiferencia crítica, y dejando también de lado si ha colmado o defraudado las expectativas previas, lo cierto es que embalar nuevamente el material y volverlo a depositar en el almacén del taller remueve un sedimento espeso, melancólico y de claro perfil depresivo.

     Clausurar una exposición no consiste solo en culminar un proyecto y —si se pudiera— dar carpetazo y cortar limpia y asépticamente con él, sino que implica también —y esa es precisamente su dificultad— el comienzo del paciente trabajo de disolución y absorción del nódulo emocional que ha dejado en nosotros, compuesto de sedimentos de tiempo, dedicación, implicación personal y gasto psíquico; materias primas básicas con las que habitualmente se trabaja cuando uno asume su carrera con un mínimo de seriedad y toda muestra personal con sentido de la responsabilidad y del ridículo.

      Por comentarios recibidos a lo largo de estos meses nos consta que la exposición ha gustado lo suyo e incluso ha desatado casos de fervor entusiasta acompañados de encomio y loas al alto nivel de la muestra. No soy una excepción, y también en mi caso los comentarios de esa índole son gel fresco aplicado sobre un ego más o menos hipertrofiado e hipersensible. 

      Aunque entiendo que pueden ser indicadores fiables de la magnitud del impacto del objeto artístico en la retícula del consumo cultural, la recepción social y el eco mediático que genera nuestra obra es solo una de sus manifestaciones como hipotético agente de comunicación. Fue Cyril Connolly quien reveló que “el arte lo hacen los solitarios para los solitarios”; memorable intuición que no cuestiona el papel del arte como lenguaje implicado en la cháchara de la comunicación de minorías y de masas, pero deja entrever que su auténtica naturaleza acaso tenga poco o nada que ver con lo mundano. El arte, según Connolly, es el argot privado de una casta.