Vista parcial de la muestra Nilo abajo, Espai Betúlia, Badalona. |
Tras dos meses y medio de exhibición, el pasado 31 de mayo echó
el cierre Nilo abajo, la muestra retrospectiva que el Espai Betúlia de Badalona
ha dedicado a De La Pulcra Ceniza. Con su centenar largo de objetos expuestos,
entre los que había publicaciones, dibujos, libros fósiles, ediciones tuneadas
y proyecciones, la muestra ha sido la más completa de cuantas hemos realizado y
la que ha reunido en un solo conjunto todo el amplio abanico de intereses,
poéticas y frentes de trabajo que De La Pulcra Ceniza mantiene abiertos en
torno a la edición, el libro y la cultura de la imprenta.
Como exposición ya desvanecida y arrastrada por el curso de las aguas del tiempo, de Nilo abajo ha quedado como único vestigio
físico un modesto catálogo, del que hicimos un tiraje de doscientos
cincuenta ejemplares numerados; y como resto inmaterial, una serie de
fotografías desmenuzadas en píxeles y bits de información depositados en la
memoria de mi ordenador.
A lo largo de las tres décadas que llevo ocupado,
implicado y prácticamente casado con el arte he constatado que clausurar
una exposición tiene algo de resaca crepuscular y melancólica. Al margen de su repercusión,
difusión mediática y valoración o indiferencia crítica, y dejando también de
lado si ha colmado o defraudado las expectativas previas, lo cierto es que
embalar nuevamente el material y volverlo a depositar en el almacén del
taller remueve un sedimento espeso, melancólico y de claro perfil depresivo.
Clausurar una exposición no consiste solo en culminar un
proyecto y —si se pudiera— dar carpetazo y cortar limpia y asépticamente con él,
sino que implica también —y esa es precisamente su dificultad— el comienzo del paciente trabajo de disolución y absorción del nódulo emocional que ha dejado en nosotros, compuesto de sedimentos
de tiempo, dedicación, implicación personal y gasto psíquico; materias primas básicas con
las que habitualmente se trabaja cuando uno asume su carrera con un mínimo de seriedad y toda muestra personal con sentido de la responsabilidad y del
ridículo.
Por comentarios recibidos a lo largo de estos meses nos
consta que la exposición ha gustado lo suyo e incluso ha desatado casos de
fervor entusiasta acompañados de encomio y loas al alto nivel de la muestra. No
soy una excepción, y también en mi caso los comentarios de esa índole
son gel fresco aplicado sobre un ego más o menos hipertrofiado e hipersensible.
Aunque entiendo que pueden ser indicadores fiables de la
magnitud del impacto del objeto artístico en la retícula del consumo cultural,
la recepción social y el eco mediático que genera nuestra obra es solo una de sus
manifestaciones como hipotético agente de comunicación. Fue Cyril Connolly
quien reveló que “el arte lo hacen los solitarios para los solitarios”; memorable intuición que no cuestiona el papel del arte como lenguaje
implicado en la cháchara de la comunicación de minorías y de masas, pero deja entrever que su
auténtica naturaleza acaso tenga poco o nada que ver con lo mundano. El
arte, según Connolly, es el argot privado de una casta.
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