domingo, 15 de noviembre de 2015

EDITAR EN INVIERNO (1): MARCA DE TIEMPO



Teatrillo Tiquismiquis, © 2014, Almudena Maestro



Nos complace informar de que tras una larga moratoria que ha durado prácticamente lo que va de año, hemos retomado la actividad y trabajamos de firme en la reedición del tercer número de Libros De La Micronesia, nuestro primer y único best seller, que publicamos en el ya lejano 1999. Si la onda expansiva de aquella edición, que tuvo una influencia decisiva en la trayectoria inicial de este humilde proyecto editorial, pasó y se esfumó para siempre, el adorable fantasma de aquel fenómeno nunca se ha retirado de nuestros sueños de editores modestos. Para más información acerca de aquella edición (fabricación, publicación, anecdotario), remitimos a nerds, mitómanos y fans de De La Pulcra Ceniza —si los hubiere— a la entrada de diciembre de 2011 en este mismo blog Nuestro primer best seller.

    Los escasos 101 ejemplares de que constaba la edición se agotaron en unos meses, y desde entonces es publicación descatalogada y prácticamente inencontrable. Nosotros nos quedamos unas pocas unidades que nunca hemos querido vender y llevamos, con el resto de nuestro catálogo al completo, a cada edición de Arts Libris, donde año tras año hemos venido constatando que todavía gustan y siguen teniendo mercado potencial.

    Esa demanda latente fue uno de los factores que tuvimos muy en cuenta —a qué negarlo— cuando nos planteamos editar de nuevo el tercer número de Libros De La Micronesia, una colección de publicación objeto, de tiraje restringido y numerado de ejemplares únicos e irrepetibles que nunca reedita ninguna de sus ediciones, por coherencia y respeto para con las reglas del juego.

   Y eso es precisamente lo que hemos hecho: acatar las reglas del juego y no limitarnos a despachar una mera reedición aproximada sino abordar un proyecto mucho más ambicioso: una nueva edición corregida, ampliada, apostillada e ilustrada para la ocasión. Un nuevo tercer número de Libros De La Micronesia



Portada del nº 3 de Libros De La Micronesia. 1999, De La Pulcra Ceniza.


El nº 3 abierto y desplegado


Contraportada del nº 3


Lo cierto es que hacer una reedición cabal de esa publicación hubiese sido una empresa complicada por varios motivos: los tres modelos de papel pintado de Laura Ashley que se emplearon ya no se fabrican, y tampoco los almacenes centrales de la marca tienen stocks, remates ni rollos sueltos de esos viejos estampados. Con la galleta ocurre más o menos lo mismo: la marca Fontaneda sigue fabricando su famosa galleta María Tostada, pero ya no es exactamente la misma que nosotros utilizamos en su día, sino algo más pequeña y con un diseño ligeramente diferente. Aunque todavía es pronto para confirmarlo, otro asunto con el que podríamos tener problemas es con la tipografía que en su momento se utilizó para fijar el texto El oso de arenisca y la fuente tiquismiquis, vieja y enigmática fuente de PC cuyo paradero es de momento desconocido para los diseñadores que nos asisten, todos ellos abducidos por la secta Mac y peleados por definición con todo lo que sea entorno Windows. Con lo demás no hay problema: la caja transparente de CD y los papeles blanco de seda y vegetal son productos estándar que se siguen fabricando exactamente igual.

    Reeditar esa publicación tal cual era complicado, como he dicho, pero no imposible. Por descontado que hubiésemos podido realizar un facsímil virtual, un doble exacto del tercer número de Libros De La Micronesia. Pero era un recurso carísimo, aburrido por lo previsible y sobre todo reñido con la particular filosofía de De La Pulcra Ceniza, que por la época en que se hizo el tiraje original apostaba preferentemente por la economía, la ligereza, la espontaneidad y el echar mano de lo que había. Aunque la lógica evolución del sello ha desdibujado con el tiempo esos requisitos, entendimos que la reedición no debía faltar a los principios básicos que en su momento alumbraron esa curiosa edición.

   Al factor demanda se sumó en su momento un hecho propicio y muy oportuno que venía que ni pintado para justificar la nueva edición: en 2014 se cumplían quince años del lanzamiento de la publicación original. Habían transcurrido como si nada tres lustros, y vimos en esa efeméride el momento ideal para presentar el flamante nuevo tercer número de Libros De La Micronesia. Con esa estrategia en mente nos pusimos manos a la obra a finales de 2013.


   
A día de hoy, constatamos que se esfumó el factor propicio de la efeméride de los quince años, que hemos dilapidado bastante tiempo y que todo apunta —ahora sí— a que será en la primavera de 2016 cuando tendremos por fin lista la edición. Vamos con algo más de un año de retraso, pero no se me antoja un dato preocupante sino todo lo contrario; diría que, como la marca de agua en el papel, esas señales de divagación y retardo sobre la fibra del tiempo que le hemos dedicado acreditan que es uno de nuestros trabajos; que, en un entorno editorial, social y vital pervertido por la prisa, esa edición se ha elaborado con la cadencia, la demora, los escrúpulos y el primor de siempre; que es genuina, auténtica y no lucirá en vano el pie editorial que la acredite como publicación de De La Pulcra Ceniza.



Libros De La Micronesia, nº 3 / Nueva edición 2016

Tripulación:

Textos: David Aceituno, Carlos Ballester, Jordi Galli, Juan Miguel Muñoz, Ángel Pérez, Magela Ronda y Héctor Sánchez
Ilustraciones: Almudena Maestro
Diseño: Araceli Ramos
Maquetación: Ángel Pérez
Fotomecánica: Óscar Tomás


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sábado, 7 de noviembre de 2015

20 LÍNEAS





Procuro siempre dejar las tardes de los viernes para la deriva, el vagabundeo ocioso y la caminata demorada y sin propósito alguno. Rectifico: a decir verdad, propósito si hay, y no es otro que el de poner en práctica la hermosa exhortación de Valéry: “Hay que reservarse tiempo para el espíritu. Para el espíritu hace falta tiempo perdido”.

    Valéry está todavía ahí mismo, pero a la vez, y dicho sea con todo respeto, es una antigualla, una reliquia de aquella bendita época que todavía ―pero ya por poco― transigía de buen grado con la existencia de tiempo improductivo, de ocio sin más. La nuestra ―la de la sociedad líquida y el tardocapitalismo cínico y farmacopornográfico― es una época sombría  incapaz de concebir el ocio como tal y por separado del ajetreo consumista, o sea, como tiempo para la higiene del alma.

    A eso tan delicado de ejercer el ocio para la higiene del alma me quiero volver a dedicar, como decía más arriba, las tardes de los viernes.

    
La deriva de turno me condujo ayer hasta las callejas tardías del Raval, y me hizo pasar, justo cuando conectaban la iluminación, por delante de la galería etHALL. La exposición ya la había visto hacía semanas ―de hecho hoy es su último día en cartel―, pero me pareció que no había casualidad alguna, que la sala abría y se iluminaba para mi exclusivo deleite. Y entré a ver de nuevo la muestra 20 líneas del ilustrador Matt Madden.




    Según indica el autor mismo en el pliego explicativo, esas "20 líneas" son una réplica gráfica a las veinte líneas de redacción que practicaba a diario el escritor Harry Matthews ―su referencia directa―, quien, a su vez, no hizo más que aplicarse y seguir el consejo de Stendhal de escribir diariamente, “seas o no un genio”, un mínimo de veinte líneas. 

    Es más que probable que a Stendhal nunca se le pasara por la cabeza que con el paso del tiempo la porosidad de los lenguajes, las prácticas transversales y las influencias entre las diferentes artes, convertidas hoy en un solo vaso comunicante, harían que su conseja de escritor a escritor fuese literalmente utilizada en el ámbito de las artes plásticas. Y es que Madden, que es ilustrador, ha puesto en evidencia que la línea de escritura y la dibujada podrían en cierto sentido ser equivalentes, y que el contenido semántico de la expresión “veinte líneas al día” es polisémico y de aplicación y provecho indistinto para escritores y también para grafistas.

    Es muy significativo el comentario que Madden deja ir respecto a la estrategia que hay tras esos ejercicios de línea y diga que su objetivo era “profundizar en el dibujo, porque siempre tiendo más al pensamiento estructural/lingüístico”. Creo que el comentario permite entrever que, aunque sea autor de comics, Madden pertenece sin duda al ala pop de esa hermandad de gente rara que, cuando se sienta ante la hoja en blanco, no sabe todavía bien si es para escribir, dibujar y pintar o ambas cosas. La hermandad de los Blake, Michaux, Sarduy, Lamborghini y Ullán, entre otros.

    La exposición me pareció una delicia en su día y me lo ha vuelto a parecer en esta segunda visita. Según Madden, son meros ejercicios de rigor e inventiva hechos a diario utilizando tan solo veinte líneas, pero sorprende ver cómo con mimbres tan primarios y escasos es capaz de articular un repertorio tan variado. Aunque su puesta en escena ―sobre el mismo tipo de papel blanco, en idéntico formato y siempre con tinta negra― es de índole serial, los resultados que obtiene son afortunadamente diversos y muestran un amplio espectro de intereses que van de  lo gráfico a lo caligráfico e incluso a lo narrativo, en algunos de sus resultados más elaborados y felices.

    Y luego está, para rematar, la factura de la exposición, de una sobriedad y delicadeza admirables. Los dibujos no se han enmarcado, se han dejado tal cual sobre una discreta moldura blanca que apenas sobresale un centímetro del plano de la pared y recorre, en uno o dos niveles, el perímetro de la pequeña galería. Notable alto, sin duda.
















domingo, 1 de noviembre de 2015

ARTE REGENERADO





De poco le ha ido que me quedase sin ver la exposición que, bajo el título “Del segundo origen, artes en Cataluña, 1950-1977”, ha permanecido en cartel desde el 2 de julio hasta el 25 de octubre. La vi, como digo, por los pelos, ya que me dejé caer por las espaciosas salas del MNAC el último  domingo de octubre, día de clausura de la muestra. Tuve, eso sí, la precaución de ir temprano para evitar en lo posible las hipotéticas aglomeraciones de día festivo y poder hacer el recorrido con la suficiente demora y sin la molesta contaminación acústica de las visitas guiadas. Con todo, a mi precaución de salir temprano vino a sumarse un descuido fortuito que descubrí nada más entrar al metro: la noche anterior no había hecho el preceptivo cambio de hora. Iba con una de adelanto.
   
   No ya cuatro, sino solo tres fuimos los gatos que accedimos a la exposición a la hora de apertura. Y sí: la vi muy a mis anchas y sin el molesto tábano de las visitas guiadas. Así da gusto.


La tarea de revisar un panorama cultural finiquitado y cerrado, y escoger de entre sus actores y sus obras aquellos que se consideren relevantes no es un mero ejercicio de museografía, sino una operación de naturaleza artística llevada a cabo por comisarios y curadores, que aplican en el ámbito de la cultura la ya célebre máxima del naturalismo acuñada por Émile Zola: “Un fragmento de la naturaleza visto a través de un temperamento”.
   
   “Un fragmento de la cultura visto a través de un temperamento”, esa es la compleja fórmula que está detrás de toda exposición dejada al cuidado de un curador. En este caso, la complejidad inherente a cualquier  operación de ese tipo ha tenido un plus de complicación, ya que no cabe hablar de uno sino de tres temperamentos; y es que, según el doble pliego explicativo que se ofrece con la entrada, son tres los comisarios que están tras la selección de obras que componen el corpus de la muestra.

   Mucho antes de que la industria editorial la manipulase para el negocio y la transformase en el socorrido eslogan “Somos lo que leemos”, la observación de que es la mirada la que verdaderamente nos nutre el carácter se remonta a Plotino. “Somos lo que vemos”, dejó escrito el maestro. Sin poner objeción alguna al aserto de tan venerable clásico, que damos por bueno, no es menos cierto que la frase no pierde un ápice de veracidad si se la articula a la inversa: vemos lo que somos, o sea, que miramos de la única manera posible: con el temperamento.

   Que también para un curador sea ineludible mirar con el temperamento no siempre explica por qué una exposición es como es, y menos una como ésta, que por la estrategia museográfica que la ampara; el presupuesto con el que ha contado; los fondos a los que se ha tenido acceso; el aparato teórico que la sustenta y el magnífico catálogo que aporta —que se ha concebido como obra de referencia y de consulta ineludibles—  deja bien patente su carácter de empresa compleja, discutida, calibrada, pactada y poco porosa a los personalismos y las veleidades del temperamento.


Yo diría que la panorámica que se ofrece de esos veintisiete años de arte catalán no es “una opción neutral y libre de lecturas”, como sostienen los curadores en el texto de presentación, ni es del todo cierto que la exposición no establezca ninguna tesis en concreto, como también se dijo el día de la presentación. Entiendo que la selección de los artistas —son todos los que están, pero no están todos los que son, o fueron, para hablar con propiedad— y los escrúpulos, preferencias y minuciosos cotejos en la selección de obras son todas ellas maniobras hechas a través de un temperamento tripartito pero con una sola intención y muy clara: ofrecer una versión de los hechos y avalarla con un importante catálogo que le otorgue validez de tesis.

   Es evidente que de la revisión de esos veintisiete años de arte catalán —un fenómeno muy localizado, de pequeñas dimensiones y con una reducida nómina de artistas, galerías, grupos y movimientos— no puede salir una ingente cantidad de versiones, que a buen seguro serían muy parecidas entre ellas. Lo que defiendo aquí es que por nimias que fueren las diferencias en la selección de obras y su disposición, supondrían, con todo, ligeras pero importantes modificaciones en gradaciones, énfasis y ritmos del significante, lo que sin duda acarrearía levísimas matizaciones de sentido, significado y discurso. Toda esa red de diferencias microscópicas entre una muestra y otra las convertiría a cada una de ellas en exposiciones únicas de entonación bien diferenciada. Y eso es precisamente lo que ha ocurrido en este caso, aunque el triunvirato de curadores se arrogue de haber alumbrado una muestra “neutral y libre de lecturas”.


A mí me dio la impresión de que se ponía cierto énfasis en algunos artistas, a la par que se atenuaba a otros o se les dejaba fuera sin mayores miramientos. Eso se veía nítidamente en el movimiento de apertura de la exposición, donde yo creo que faltaban los escultores Fenosa y Granyer, y los surrealistas Massanet y Planells. Y era también evidente más adelante, en el ámbito dedicado a pintura de la década del setenta, donde encontré a faltar a la mitad del grupo Trama: Javier Rubio y Gonzalo Tena.

   Por otro lado, al no ser esta una muestra monográfica acerca de un lenguaje o movimiento específico, sino que ha querido abarcar la panorámica del arte catalán a lo largo de dos décadas y media mostrando para ello “las disparidades y tensiones” que confluyeron en la época, es obvio que se ha puesto toda la atención en los movimientos de reactivación de las vanguardias, de ruptura, de Arte Regenerado o que seguía a pies juntillas las modas del momento, en detrimento de gente muy válida que trabajaba al margen de ese tipo de supersticiones —Todó, Villà, Casaubón, Madola, Luisa Granero, Niebla, Joan Mora y los surrealistas de la Sala Gaudí, entren otros muchos—; lo que convierte a la exposición en una maniobra algo sesgada, parcial y sobre todo engañosa para el espectador poco informado, que ha salido de la muestra pensando que la totalidad de los artistas catalanes del período cerraron filas en pos del último grito, cuando lo cierto es que el panorama era rico, variado y, como en botica, había de todo.


Discrepancias al margen, es indudable que ha sido una muestra interesante y de gran riqueza testimonial, en la que se han podido ver obras poco o nada conocidas —y eso siempre es de agradecer— que iluminan la germinación y los recodos, umbríos y poco frecuentados, de las trayectorias de algunas de las luminarias locales del arte del siglo pasado.


Figura en espai fluidic, de Josefa Tolrà, una de las mejores obras de la muestra.


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