domingo, 27 de diciembre de 2015

MACBETH O EL CARNICERO DE LAS HIGHLANDS



El Macbeth de siempre en la versión de hoy.

El Macbeth de siempre en versión "japo", con samuráis y todo eso...


Con apenas diez o doce días de diferencia he visto en la sala misma sala de proyección —la C del cine Verdi Park—, y yo diría que hasta en la misma butaca, dos versiones de Macbeth: la legendaria Trono de sangre de Akira Kurosawa y una adaptación muy reciente de Justin Kurzel, Macbeth, que se acaba de estrenar y llega con el propósito de abrirse un hueco entre las versiones de aquel drama, y de paso hacer algo de taquilla, que nunca viene mal. Si a ese doblete le añado que ya tengo entrada para Rey Lear a mediados del próximo enero en el Teatre Lliure, podría decirse que estoy pasando por un “momento Shakespeare”.

   Releer a Shakespeare cámara en mano y reemplazar el telón de boca, el foso del apuntador y las bambalinas del teatro por el campo abierto es lo que grosso modo y cada uno a su manera hacen Kurosawa y Kurzel. Yo diría que los resultados de ambos adolecen de lo que, salvo no pocas excepciones, suele decirse de películas basadas en obras literarias: que el libro es mejor; y cuando, como es el caso, va firmado por Mr. Shakespeare no es que el libro sea poco o mucho mejor, sino que juega en la división preferente de las obras capitales que ha dado la pluma a esta civilización, y es ley de vida que el celuloide se quede por debajo de la excelencia de una obra que planea a esa altura.

   Ninguna de las dos películas es un vertido literal del pasmoso aparato verbal del drama original. En el caso de Trono de sangre, el trueque del escenario teatral por la intemperie es radical y chocante, ya que el nuevo encuadre  geográfico y cultural se desplaza hasta el Japón asolado por las guerras feudales. Kurosawa se permite todo tipo de licencias y nos larga un exótico Macbeth “a la japonesa” con samuráis, fortalezas con los tejados volados, libaciones de sake y una lady Macbeth de rostro blanqueado con polvos de arroz que urde crímenes bajo un kimono de seda.

   Aunque Kurosawa se limite a volcar en su molde el esquema elemental del drama original, se desentienda de los diálogos y modifique, omita y hasta traicione a Shakespere allí donde le parece conveniente para sus propósitos; incluso después de cometer todas esas tropelías sobre uno de los textos sagrados de occidente, el resultado sigue siendo a día de hoy, a decir del exégeta máximo del vate inglés, Harold Bloom, el mejor Macbeth que ha dado el séptimo arte.

   La película es, efectivamente, bastante memorable; y es que aparte de ser un Macbeth indudable aunque esquemático, amarillo, exótico y hasta algo marciano, no deja de ser un Kurosawa que abunda en planos de gran destreza plástica, en secuencias magníficas de jinetes perdidos en la niebla, movimientos de tropas, diluvios de flechas filmados como nunca antes y demás distintivos de ese lenguaje inconfundible que hizo de él un cineasta de referencia.


Isuzu Yamada, la lady Macbeth del Imperio de Sol Naciente.


Dirigido por Justin Kurzel, el Macbeth que se acaba de estrenar no es un calco del original, pero lo adapta con bastante fidelidad y respeta la mayor parte de los diálogos y monólogos que hacen de ese drama una de las cumbres del teatro isabelino y un espejo implacable de lo que podemos llegar a ser bajo el imperio cárdeno de la sangre puesta al servicio de la ambición. La mano de azogue de ese espejo la dio en su día y en cinco actos Mr. William Shakespeare, y ahí sigue desde entonces: inasequible, ruda, hermosa, eterna perorata.

   Kurzel saca a Macbeth de las tablas del escenario, lo coloca en el baldío escocés y añade así una dimensión más —de la que obviamente el drama original puede prescindir sin mayor menoscabo— a lo que ya de suyo tiene una dimensión inabarcable: le añade la dimensión épica del paisaje panorámico de las Highlands con sus nieves casi perpetuas, sus bancos de niebla, su frío cortante y sus ventiscas. El exterior de Macbeth, que el texto original deja únicamente entrever en una serie de secas acotaciones que indican dónde transcurre la acción al comienzo de cada acto —“una explanada”, “un brezal”, “Inverness”—, queda al norte de las cumbres borrascosas donde Emily Brönte sitúa su novela homónima. Y si la mediana de las Brönte se apresura y ya en la cuarta línea de su novela describe aquellas latitudes como “semejante desolación”, no cabe duda que las frías soledades y los pedregales ariscos que hay más al norte son el marco geográfico adecuado para localizar las panorámicas de un drama nihilista cuyo actor principal no tiene reparos en definir la vida como “una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que no significa nada”.

   El papel del paisaje y la meteorología son tan abrumadores en esta película, sobrepasan con tanta autoridad la cualidad de proscenio teatral agrandado para la ocasión, que sin duda se integran en la obra no ya como mero decorado, sino como una más de las personas del drama. La credibilidad del factor intemperie y la decisiva circunstancia de que la película se haya rodado en paisajes agrestes y en pleno invierno, le confieren una autenticidad claramente perceptible en algo tan indispensable para el cine de verdad como es la ambientación y la localización de exteriores. Entre otras carencias mucho peores, que ahora no viene a cuento enumerar, precisamente esa veracidad es la que falta, por ejemplo, en la reciente Nadie quiere la noche de Isabel Coixet, película de ambientación ártica pero que ni por asomo logra convencernos de que estemos por encima del Círculo Polar.

   Además de todo eso, está, por supuesto, Michael Fassbender, que no tengo ni idea de si quedará como un Macbeth de referencia, o por el contrario se lo llevarán rápidamente al olvido la ventolera de las Highlands y la rotación vertiginosa de la actualidad, pero que a mí me convence. Lo veo perfectamente aclimatado a la ferocidad de alguien capaz de embalarse por un tobogán de carnicerías; muy capaz, de hecho, de aviar a cualquiera con esa solvencia de matarife con que lo describe Shakespeare: “…lo descosió del ombligo a la quijada y colgó su cabeza en las almenas”.

   Bien diferente es la impresión que me ha dejado el trabajo de Marion Cotillard, que es voluntariosa y pone de su parte, pero que no me levanta del asiento. Seguramente el problema está en mí, y no en la calidad de su interpretación. Me explico: en lo que respecta a ese personaje, tiene uno el poso ya muy trabajado por la imaginería romántica de los Blake, Fuseli & Co., que perfilaron una lady Macbeth como mujer del montón, sombría siempre y con la faz historiada por el insomnio y un rictus de locura incipiente. Y cuando, como es el caso, se ha interiorizado el personaje con ese aspecto y revestido de esos atributos demenciales, es poco probable que alguien en todo momento tan hermosa y con un aspecto tan saludable, evanescente y parisino como la Cotillard logre que uno se la crea en un papel con un final tan mórbido y enfermo. Esa es quizá una de las grietas de la película: la falta de relieve de lady Macbeth, que no solo desciende a la demencia sin que merme la tersura de su cutis, sino que al fulminar el guión una buena parte del comienzo del segundo acto —supongo que por imperativos de duración y metraje—, nos priva de oírla en un brevísimo comentario que da cuenta de su verdadera catadura como mujer resuelta y de acción: como quiera que su marido, de vuelta ya de haber matado a Duncan, le refiera lo que le parece haber oído delirar a la guardia sumida en un sopor de adormidera y vino, lady Macbeth lo corta y le espeta un comentario justamente famoso que ha traspasado como un estilete verbal la carne de los siglos: “No caviles tanto”.


Las brujas en la adaptación de Macbeth de ahora mismo.


                                                               †



jueves, 24 de diciembre de 2015

DIBUJANDO CON INGRES



Madame Ingres dibujada por su esposo. Ejemplo cabal del dibujo entendido como "probidad del arte".


Si no recuerdo mal —aunque es posible que me equivoque—, creo que fue Donal Judd quien, en una bravata sentenciosa y más o menos apocalíptica, dijo que “el arte como representación está acabado”. Si bien tengo mis dudas respecto a la autoría de ese dictum, no tengo ninguna respecto a que fue Ingres quien de manera harto hermosa, delicada y al mismo tiempo exigente afirmó —en una expresión de contenido y temperatura vital diametralmente opuestos a los de Judd— que “el dibujo es la probidad del arte”, cabe decir la honradez y el recto obrar con un lápiz en la mano en lo que se refiere no ya a mera representación, sino a fidelidad cumplida y adecuación entre el modelo natural y su plasmación sobre el papel. Cuando se es Ingres, la probidad del lápiz es máxima y no solo da exacta y minuciosa cuenta de las proporciones y el parecido del modelo, sino que el probo instrumento del maestro penetra más allá de la cáscara visible y es también capaz de hacer que la línea hable y deje entrever los rudimentos de la vida psíquica que hay detrás.

   Aunque como artista deudor de mi tiempo cabría esperar que rindiera algún tipo de pleitesía y de respeto debido más a Judd que no a Ingres —esa noble y gélida antigualla—, lo cierto es que mi gusto se inclina en sentido inverso. El amor es ciego, pero el deseo —y también el gusto— no. Entiendo que uno  ha de seguir su propio camino del corazón aunque sea a costa de pasar por inactual, trasnochado, poco informado y, lo que es peor, con poca o ninguna retina para el arte penúltimo y, por consiguiente, tampoco para el último.

   El tiempo ha venido a demostrar que si bien el tono apocalíptico de su afirmación iba en la dirección correcta, Judd se quedó corto en lo que respecta al verdadero alcance del agotamiento del arte, que él sanciona y atribuye únicamente al figurativo o de representación, pero que en realidad, y según algunos de sus más conspicuos estudiosos, afectaría a la totalidad del arte, que a estas alturas sería ya puro fiambre.


Donal Judd rodeado de sus acólitos y pontificando acerca del fiasco del arte como representación. N.Y. 1974.


Además de ser grado cero del arte y cimiento básico sobre el que inevitablemente se ha de construir, atributos que ya tenía, Ingres otorga al dibujo el cometido capital y cargo de máxima responsabilidad ética de ser también modelo de honradez y recto obrar. Y ese era mucho cargo para el humilde dibujo. No en el caso de Ingres, ya que él predicaba con el ejemplo y su dibujo es, efectivamente, no solo la probidad sino también la divina prueba del nueve de toda su obra, pero sí en el caso de artistas de menos talento y sobre todo de menos solvencia técnica.

   Aunque todavía queda quien lo sigue empleando en clave de máxima exigencia —Antonio López es uno de ellos—, lo cierto es que hoy día al dibujo se le ha aligerado de toda aquella responsabilidad con la que cargaba en los tiempos de Ingres. Al dibujo ya no se le exige como antes, y por descontado que lo raro y verdaderamente poco usual es que en estos tiempos de relativismo ético —amén de estético— se le exija, como quería Ingres, una ética de mínimos encarnada en la honradez, el recto obrar o algo similar. Son, ya digo, otros tiempos y otras maneras de entender, practicar y afrontar el dibujo, el grado cero del arte como representación entendida a la vieja usanza.


Todo ese preámbulo viene a cuento de que yo también dibujo; es más, una buena parte de mi escasa producción se la lleva Libro del sábado, una sola y extensa obra compuesta de sesenta dibujos a lápiz de grafito sobre losas de mármol; trabajo complejo y de cierta amplitud —ocupa una superficie de unos 45 m2— que me ocupó de 1998 a 2014 y que expuse, junto a una buena parte del resto de mi producción, en el Espai Betúlia en la primavera de ése año.

   Traigo aquí algunas muestras de ese conjunto espigadas al azar y su correspondiente apunte previo, extraído de uno de mis cuadernos de trabajo del año 2000. Digo apunte previo ya que es evidente que se trata de una mera anotación esquemática que para mí es suficiente, pero que nada tiene que ver con el boceto o el estudio preliminar trabajado —que yo no suelo acometer—, géneros menores o de apoyo en la época Ingres y soberbia fábrica donde el maestro doma la línea y la hace hablar, con gracia y limpieza, de una pasmosa epifanía: la del asombroso parecido. Ese misterioso fenómeno —que uno ha convocado una y otra vez con desiguales resultados, como aquí se ve— es el que, cuando se logra, otorga todavía al dibujo la gravedad y la nobleza simple que implica ser, aunque ya no se lleve, “la probidad del arte”.





Apunte previo (arriba) y dibujo final. Libro del sábado, lámina nº 33. 
© Juan Miguel Muñoz, 2001





 Apunte previo (arriba) y dibujo final. Libro del sábado, lámina nº 17. 
© Juan Miguel Muñoz, 2000. 





Apunte previo (arriba) y dibujo final. Libro del sábado, lámina nº 37.
© Juan Miguel Muñoz, 2004.






Apunte previo (arriba) y dibujo final. Libro del sábado, lámina nº 51
© Juan Miguel Muñoz,  2002.


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