sábado, 31 de diciembre de 2016

LA ESTATURA Y EL PORTE DE LOS LIBROS



Diseño retro de Alfaguara para una publicación de hoy.


Hace apenas unos días, y a buen precio, me hice en el “Quiosco” de Penguin Random House con un ejemplar de Jaime Salinas, el oficio de editor, publicado por Alfaguara en 2013 con un aspecto bastante fiel al que esa colección presentaba hace ya una cuarentena de años. Aquel diseño, que incluía también una forma muy particular de acceder al libro y de presentar la portada, la portadilla y la página de créditos, fue muy impactante en su momento. Lo firmó Enric Satué, cuya mención como diseñador se ha incluido para la ocasión también en la cubierta de esta edición especial. Me parece apropiado y de justicia que junto al nombre de Jaime Salinas, que fuera ideólogo de la colección y su primer y legendario editor, aparezca en un mismo plano el de Enric Satué, el no menos legendario grafista que le dio forma.

    Según cuenta Juan Cruz en el prólogo, el mecanoscrito de la obra sufrió diversos avatares que incluirían el retiro forzado, el extravío posterior, el reflotamiento casual, el salto final a otra editorial y su publicación en una colección exenta de Alfaguara con un diseño intencionadamente retro. Aunque solo fuera por haber sobrevivido a todo ese trajín, el libro ya valdría la pena; pero es que, además, el volumen es de lo más interesante porque, entre otras andanzas, describe pormenorizadamente la peripecia vital y el periplo editorial de Jaime Salinas en Seix y Barral, en Alianza Editorial después y por último al frente de Alfaguara durante los años revoltosos de esa firma. Entiendo que ese historial lo convierte en figura clave cuyo caso ilustra una de las cíclicas apariciones en España del fervor adolescente de la edición, de su posterior declive y entrada en la vida adulta del comercio serio. O al menos así lo veo yo, como en breve expondré en este mismo blog. De momento, lo que me interesa reseñar de esa publicación va por otros derroteros.


Jaime Salinas deja patente a lo largo del texto que la factura del libro y su aspecto fueron asuntos a los que prestó especial atención. Editor preocupado por el porte y el aliño del libro, ha sido uno de los que con más acierto supo rodearse de grafistas capaces de convertir sus publicaciones en objetos atractivos para el ojo principalmente, aunque no solo. Es al tener el libro entre las manos cuando se aprecia que esta edición especial solo recrea el aspecto visual de la vieja colección Alfaguara, no las cualidades táctiles de las cubiertas de su etapa clásica impresas en papel Acuarela de Romani, algo más grueso, suave y natural al tacto.

    Sin contar sus años de aprendizaje en Seix y Barral, donde estaba a la sombra de Carlos Barral, Jaime Salinas se inició como editor en Alianza Editorial, donde fichó a Daniel Gil como diseñador de la colección de libros de bolsillo con unos resultados que, a la vistan están, son de referencia ineludible para la historia del diseño editorial en España y forman ya parte de la memoria gráfica y sentimental de toda una generación de lectores. Después de su etapa en Alianza, volvió a hacer lo propio en la editorial Alfaguara junto al grafista Enric Satué, al que encargó el diseño integral de su ya legendaria colección, cuya límpida estampa también ha pasado a formar parte del bagaje visual, sentimental e intelectual de una buena parte del colectivo sénior de lectores en este país.


Antes de seguir, creo necesario aclarar por qué hablo de grafistas a estas alturas y hago especial hincapié en la maquetación editorial y la distingo del diseño. Antes de la adopción masiva del término diseñador gráfico, la maquetación y el aspecto del libro los firmaba un grafista, sustantivo pelado, autosuficiente y bastante más breve que el de diseñador gráfico, que precisa de un adjetivo que especifique en qué rama del diseño se ejerce. El grafista era un profesional de perfil claramente artesanal que podía o no adolecer de las veleidades artísticas que son de rigor pero, en cualquier caso, sin la pose ni la afectación de que ha hecho gala el gremio a partir de la entronización del diseño gráfico como profesión de moda y del diseñador como personaje influyente. Ese ciclo ascendente, que como digo acabó por entronizar al diseñador como referente profesional y al diseño gráfico como tendencia en boga, se vivió aquí en Barcelona ―no en vano fue la capital del diseño― con especial virulencia hace ya un par de décadas. Por entonces la ciudad estaba a rebosar de diseño y sobre todo de diseñadores gráficos enfatuados y convencidos de estar muy por encima del saludable “perfil bajo” ―por decirlo con David Bowie― de grafistas y tipógrafos, los modestos artesanos que levantaron trabajosamente en el pasado los rudimentos de la profesión y la habían llevado hasta su cima.

     La humildad del tipógrafo y la modestia del grafista de antaño me parecen actitudes justas, comedidas y de enorme magisterio. De ahí que opte por utilizar a veces, de manera nostálgica y algo provocativa ―por qué no admitirlo―, el término grafista para referirme al diseñador gráfico de hoy.  

     Está también el asunto de la maquetación, que ajusta el ancho de los márgenes, acota el área de la página que ha de ser manchada por el texto e incluye el interlineado, los cortes y el tamaño del libro así como las calidades y los gramajes de los papeles que se han de emplear en la cubierta, las guardas y la tripa. Cuando la tarea de un grafista es integral y no se reduce al mero diseño de la cubierta, es de su incumbencia y queda librada a su gobierno también la maquetación, que otorga al libro su peso, tacto, empaque objetual y tamaño. No es asunto menor ese de la maquetación, que por su decisiva importancia en el coste final del libro suele quedar las más de las veces al cuidado del área de producción, quedando para el grafista el diseño la portada y poco más.

    Todo eso viene a cuento de que esta edición que comento tiene un tamaño algo mayor que el de las viejas publicaciones que imita. En realidad, el tamaño de este Jaime Salinas, el oficio de editor es el de los libros que se editaron en la segunda época de la colección, que tenía un diseño hasta cierto punto deudor del precedente ― también lo firmaba Enric Satué―, pero renunciaba a la austeridad de la tipografía pura y se sumaba a la borrachera de imágenes y la postración ante el icono que cundían en el ámbito del diseño editorial. Esos volúmenes ya eran algo mayores que los precedentes, como he podido comprobar cotejando algunos ejemplares de mi biblioteca ―Trastorno es algo menor que En la penumbra―, pero aún estaban lejos del tamaño “chicarrón” de lo que hoy publica Alfaguara.


Así se ve el estirón de los libros de Alfaguara entre 1978 y 2016.


Polémicas al margen, de lo que no cabe duda es que los libros son cada vez más grandes. Y no solo la novelería a granel para el gentío; también el resto del abanico de géneros se ha deslizado hacia el formato macro. Es una tendencia que viene de lejos y afecta ya a una buena parte de la producción editorial, que vierte al mercado carretadas de publicaciones cada vez mayores, más ampulosas y claramente afectadas por la plaga de vigorexia que cunde por ahí. Los libros de ahora mismo tienen el aspecto de haber sido cebados con hormona de crecimiento y esteroides anabolizantes, substancias que se  impusieron en su momento entre los chulitos matasiete de los gimnasios de barrio, y, a lo que vemos, han calado hasta el sector editorial.

    Es evidente que la edición se ha contaminado de la obsesión actual por “ponerse grande”. Cualquiera puede ver que el tono muscular de Steve Mcqueen era natural y que la hipertrofia del culturista tiene truco. Del mismo modo, es evidente que los libros que se publicaban hace treinta años eran más pequeños y naturales que los de hace veinte, y que a su vez estos eran más pequeños que los actuales, que son artificiales y disparatadamente grandes. Casi monstruosos de lo atiborrados de hormonas que salen de la imprenta.


La colección Biblioteca Breve, ahora y en 1984.

La colección Palabra en el tiempo, en 1990 y 1978 respectivamente.


Bodoni no levantará la cabeza, ni Whistler; tampoco Joan Oliva, Alexandre de Riquer, Juan Ramón Jiménez o don Ramón Miquel i Planas y su cohorte de exquisitos de la edición volverán desde sus panteones. Eran demasiado señoritos y refinados para tomarse el trabajo de echar siquiera un vistazo a la barbarie de hoy. Pero si fueran los espectros de Jiménez Fraud, García Maroto, Saturnino Calleja o José Janés los que regresaran y se dejaran caer por la Casa del Libro, quedarían horrorizados no de qué sino de cómo se edita hoy. Ellos también fueron editores comerciales y masivos, pero con otro gusto y sobre todo a otra escala.

    El fantasma de don José Janés es de los que sufriría de lo lindo. Acostumbrado al papel manila, los gofrados, las portadillas bitono, el papel charol y todo el esmerado aparato que puso en las miniaturas que publicó en Grano de Arena, Cristal, Las Quintaesencias, Libélula y demás colecciones de formato ínfimo, le parecería que los libros de hoy van por ahí en sudadera y bermudas, todo en tallas grandes.


Un par de virguerías de Janés editor, y un Alfaguara tamaño "chicarrón". 


                                                                †

miércoles, 28 de diciembre de 2016

PATERSON, UNA INSTANTÁNEA DE LA FELICIDAD



Imagen para la promoción de Paterson, lo último de Jim Jarmush.


No las tengo todas conmigo respecto a que Paterson, la reciente película que ha firmado Jim Jarmush, vaya a ser refrendada con total unanimidad por su legión seguidores. Doy por seguro que una pequeña fracción de esa feligresía objetará que esta Paterson, que ha sido calificada dentro del género de comedia dramática, es notable pero se queda por debajo de las cimas de su filmografía. Y no me extrañaría ―como si lo viera― que las objeciones de esa minoría sean exactamente las mismas, pero sin espinas ni asperezas y expuestas con el respeto debido, que el rosario de observaciones críticas y enmiendas que han vertido sobre la película tanto los enemigos declarados del cine más o menos arty en cualquiera de sus manifestaciones, como también quienes van por libre y comulgan solos: que el guión no tiene excesiva consistencia, que es algo reiterativa, tenuemente insípida, complaciente y carente de nervio, y que la economía expresiva de su principal protagonista, más que comedida o austera, raya con el autismo más exasperante.

    Si bien todo ese cúmulo alegaciones en contra no van del todo desencaminadas y encierran algo de verdad, a qué negarlo, no es menos cierto que la dosificación calculada de esas flaquezas y el dominio del encaje de oficio, que la mano de Jarmush ha bordado con habilidad y gracia en un tejido luminoso, hacen que la película se eleve como el capullo de una flor de loto sobre esos cienos y resplandezca abierta sobre ellos. Yo creo que Jarmush ha hecho en esta película lo que viejos maestros como Degas, Renoir, Whistler y nuestro Ramón Gaya hicieron con su pintura en las postrimería de su carrera, cuando lo depurado de su técnica, su despeje, economía y pasmosa felicidad de ejecución dio lugar a esas obras de grandiosa sencillez, bellas sin afectación, modestas y absolutamente inolvidables.


Paterson va de poesía, de cómo diantre se hace un poema, de la misteriosa destilación de la materia prima del lenguaje y de cómo ese decantado fluye a diario y se remansa en un poemario en estado de borrador. Y también de cómo el milagro de ese delicadísimo proceso, que acontece en medio del trabajo, de las imposiciones de la vida material, de la usura del tiempo y de la monotonía del ir tirando, es milagro por encima de todo; prodigio sobrenatural que derrama, sobre el tedio y la monotonía del día a día en una ciudad de provincias, una hermosa luz de gema curativa.

    Paterson es una instantánea de la felicidad, una foto de pareja joven de artistas en ciernes con perro, casita a las afueras, bastante ocio, un sueldo y mucha vida por delante. También es una ecografía del amor en estado de larva. Jarmush deshoja una margarita de siete pétalos, uno por cada día de la semana, y sale que sí, que la vida quiere a Paterson y a Laura. Sale que sí porque en esa Paterson filmada no hay lugar para dualidad ninguna: solo existe el sí, cada uno de los pétalos ha sido arrancado bajo el imperio de la afirmación y de acatamiento a la clausula obligatoria del sí. La vida los quiere; y eso obliga a que la felicidad, el amor, la creatividad, la primavera, la belleza y todas las benditas delicias del lado soleado de la vida derramen silenciosamente su dádiva sobre ellos. Paterson y Laura no viven en el mundo, sino en una gran bambolla de gracia en cuyo centro se alza la ciudad de Paterson.

    Paterson es una apología del amor y también, ya digo, una ecografía de ese vampiro en estado de larva, cuando es más poderosa su propiedad estupefaciente. A lo largo de la película, la adormidera del amor secreta su alcaloide sedante, la vaharada de opio que sume a la pareja y a toda Paterson en esa modorra de buena voluntad y mejor rollo en que transcurre la película. Que el perro destroce el borrador del poemario y lo haga añicos no deja de ser una anécdota simpática, que ni causa desazón alguna ni provoca la mínima contrariedad puesto que el amor y la poesía son inagotables en Paterson. La alfaguara donde abrevó William Carlos Williams sigue manando para todo aquel que tenga sed de simplicidad, afecto y hermosura.


Por lo que dicen, la naturaleza de la felicidad es transeúnte; una exhalación que apenas se deja ver ―vista y no vista― y que solo da para un plano secuencia, no para toda una película y menos para toda la vida. De ser eso verdad, la felicidad que hora tras hora disfrutan Paterson y Laura a lo largo de esa gloriosa semana que abarca la película es felicidad sedada y pasada a cámara lenta para regocijo del espectador. Cualquiera que sea su velocidad de paso, lo propio de la felicidad es su carácter transeúnte y fugaz. Acaso la felicidad circule a todo trapo por Paterson, y su maravillosa exhalación atraviese otras vidas, otros hogares. Lo que es seguro es que a poco de comenzar la película ―puede que ya al segundo plano― ha cruzado y dejado atrás la casita retirada de Paterson y Laura, que ya no viven en el núcleo incandescente del cometa de la felicidad, sino en el rebufo que ha dejado a su paso, esa estela caliente que se debilita y enfría por momentos.

    La pareja que enfoca la cámara de Jarmush es gente corriente pero especial: una pareja de artistas en ciernes cuyas carreras se hallan todavía en estado embrionario. Salvando las distancias, podríamos convenir que los prácticamente anónimos Sylvia Plath y Ted Hughes a finales de los años cincuenta, o los desconocidos Patti Smith y Robert Mapplethorpe en la segunda mitad de los sesenta, estaban también en una tesitura parecida: no faltaba talento ―o se daba por supuesto― y todo estaba por hacer. Paterson y Laura son dos artistas de carácter e intereses bien distintos, esas diferencias son a la vez el mayor activo de la pareja y también su peor enemigo. Paterson es un artista de profundidad que se mueve en perpendicular de arriba abajo sobre su objeto: cada día desciende en vertical hasta la veta madre de su poética y asciende nuevamente por la misma vía; por el contrario, Laura es una artista transversal y de superficie, sin una poética evidente o manifiesta pero capaz de tocar un amplio abanico de técnicas y de transitar con cierta frivolidad de una a otra: pintura, estampado de telas, decoración, música y cocina de autor. Por si fuera poco, es también la que parece tener visión de futuro e intuición acerca de dónde y cómo se han de canalizar las energías y los resultados para que acaben fructificando; de hecho, es quien insta a Paterson a poner en limpio sus poemas, copiarlos y difundirlos. En la vida real, Laura acabaría siendo la agente literaria de Paterson, sin duda alguna.

    No obstante el amplio abanico de diferencias que acabamos de señalar, el escollo más importante que tiene delante el tándem Paterson/Laura, y que muy probablemente resquebrajará el frágil cimiento en que se asienta la pareja, es el peliagudo asunto donde confluyen la disponibilidad de tiempo y los dineros. A este respecto, la pareja presenta una alarmante asimetría: Paterson trabaja y aporta el dinero indispensable, pero le queda poco tiempo para la poesía. Laura tiene prácticamente todo el día para sus veleidades artísticas, pero apenas gana dinero y vive como todo artista quisiera: a expensas de quien se acerque. La luz del amor y la felicidad sin empalago en que transcurre Paterson es el hermoso brocado que vela parcialmente la evidente asimetría que, en la vida real, acabaría por envenenar la relación.

    Pues claro que el amor puede arraigar, prosperar y hacerse fuerte entre un poeta inédito que ha de currar y una artista ociosa y pluridisciplinar, no digo que no. Y más en esa Paterson algo inocente adormilada todavía por las espléndidas palabras y las imágenes sublimes de William Carlos Williams, su máximo vate local, que de tanta dulzura como se ha volcado sobre ella se ha hecho refractaria a la brutalidad de la vida, a reconocer que la miseria, el asco y la depravación de sus calles también podrían ser cantados y filmados, a admitir siquiera que el amor caduca o que la poesía pueda tener un sesgo demoníaco como vocación que “pertenece a la fatalidad”. Solo digo que esa asimetría, que cumple con el complejo y variopinto papel de alimento del amor, gracioso contraste entre los miembros de la pareja, contrapeso que equilibra todo el sistema de pareados y de rimas, y dinamo que impulsa la película secuencia a secuencia, en la vida real sería una carga de profundidad que tarde o temprano estallaría y se lo llevaría todo por delante, amor incluido.

     Junto al de ignorar el problema latente de su asimetría esencial, el otro apoyo sobre el que descansa la felicidad de la pareja es su desdén por el éxito; total y absoluto en el caso de él y relativo en el de ella, que sí es porosa a esa llamada, tiene oído para la música del éxito y labia para el estrellato. Esa es también la diferencia de grado que separa a Paterson y Laura de los casos antes mencionados de las parejas Plath/Hughes y Smith/Mapplethorpe, que vislumbraron el éxito y trabajaron teniéndolo en todo momento como señuelo. La Plath menciona en sus Diarios que ella y Hughes solían interrogar a la güija con la pregunta harto reiterativa de si serían famosos. Por su lado, Patti Smith detalla en Just kids que ella y Mapplethorpe querían tanto el éxito, que no solo trabajaban en su pos sino que estaban convencidos de que podía transmitirse por contacto, de ahí que se dejaran caer por los garitos que frecuentaban Warhol y compañía, a la espera de que el maestro les arrojara algunas migajas o ya directamente los ungiese y salieran disparados hacia el estrellato.


Ajenos todavía a la avidez de fama, sin mayor preocupación aún por “la ansiedad de las influencias”, sin contactos que valgan y libres de momento del pesado fardo que puede hacer de la práctica del arte una actividad cainita y agotadora, la pareja protagonista de esta hermosa Paterson son dos artistas sorprendidos por la cámara de Jarmush en el instante preciso en el que todo germina de súbito en el tiesto del amor, y los brotes tiernos de su obra rompen y se elevan.

    Viven en Paterson y son artistas de este mundo, pero parecen de otro.


                                                             †


domingo, 13 de noviembre de 2016

BROODTHAERS Y DURERO. LA TORTUGA Y LA LIEBRE



Pense-Bête, de 1964, obra fundacional y pistoletazo de salida
de la meteórica carrera de Marcel Broodthaers.


En un artículo de hace apenas unas semanas en que comenta la retrospectiva que el Reina Sofía dedica a Marcel Broodthaers, Antonio Muñoz Molina se refiere al extraordinario monto de obra que el artista belga produjo en apenas diez años de actividad y dice que “…trabajó con una fecundidad que asombra”. La verdad es que me choca que cause asombro la ingente producción de un artista como Broodthaers, cuyos intereses, materiales, estrategias, recursos y procedimientos son los adecuados para producir de lo lindo, a poco que se pise el acelerador. Que la producción de Broodthaers en tan solo una década pueda por sí sola ocupar todo un museo no me parece a mí que sea motivo de asombro, sino algo por completo consecuente si tenemos en cuenta las características formales y procesuales de su obra. Entiendo que en su caso, como el de muchos otros, lo verdaderamente asombroso hubiese sido que dejara poca obra.

    No es de extrañar que Vermeer produjera una treintena de obras en toda su carrera y Broodthaers, en apenas unos años, tropecientas. Y no lo es porque así como los maestros antiguos, por razones obvias derivadas de la lentitud de los procedimientos y la velocidad de la época, dejaron poca obra, los modernos, por razones también obvias pero inversas, suelen pecar de lo contrario. A este respecto, es siempre obligado mencionar la figura de Picasso, paradigma del artista rápido y lo suficientemente prolífico como para llenar él solo varios museos. En su momento, Christian Cervos se tomó el ingente trabajo de catalogar su producción oficial, que ocupa treinta y tantos densos tomos y recoge unas 17.000 obras, cifra ya de por sí desmesurada pero que, según otros, es a todas luces timorata y se queda muy por debajo de su producción real. La circunstancia de que el barbero, el limpiabotas, el dentista y demás profesionales que lo trataron dispongan de su propia colección a partir de los originales que les improvisó el maestro, contribuye de manera bastante elocuente a esclarecer lo poco que le costaba a Picasso producir un picasso. Si bien se quedan por debajo de la mítica fecundidad del malagueño, también Miró, Warhol, Saura, Rauschenberg, Tàpies, por citar solo unos cuantos entre muchísimos, han producido una ingente cantidad de obra cada uno de ellos.

    En el extremo opuesto cabe situar a Marcel Duchamp, factótum crucial y artista de referencia ineludible que, curiosamente, produjo poco. Sus largos períodos de silencio y aparente inactividad son tan elocuentes como el resto de su obra, si no más, como deja entrever el memorable comentario de Joseph Beuys al respecto: “El silencio de Duchamp está sobrevalorado”.

    Los materiales rápidos, la sencillez extrema de los procedimientos, la velocidad intrínseca de nuestra época y los apremios del mercado han favorecido, entre otros factores, la proliferación de artistas extremadamente productivos que no saben lo que es tascar el freno y contenerse. No sé si el silencio de Duchamp está o no sobrevalorado; lo que es evidente es que si bien su figura y su magisterio han precipitado toda una sucesión de "ismos" y una larga serie de epígonos, su legendaria contención y su silencio ejemplar no cunden como quizá sería deseable en un panorama saturado de museos, galerías, hangares, trasteros y almonedas llenos a rebosar de arte.

    Aunque son fenómenos que no siempre se disponen en relación causa/efecto, el grado de complejidad de los procedimientos y el primor en el acabado influyen en la velocidad de ejecución de un artista y, por tanto, aunque sea de manera tangencial y no directamente determinante, en la cantidad de obra que puede realizar. Y lo digo con todas las reservas y salvedades que son de rigor, porque, como digo, no son factores que vayan siempre necesariamente relacionados. Los procedimientos escultóricos de Miguel Ángel, por mencionar una excepción, son complejísimos, además de laboriosos y lentos por obligación, lo que no fue obstáculo para que realizase un buen número de tallas memorables.


Por lo espontaneo de su factura, y a tenor de la fecha que aparece anotada en un buen número de cuadros de madurez de Picasso, se puede inferir que el maestro trabajó en cada una de esas obras un día a lo sumo, puede que tan solo unas horas. No parece mucho. Otra cosa es que llegara a esa gracia y despeje en la ejecución tras toda una vida con los pinceles en la mano. Esa hazaña no tiene parangón y nadie se la puede discutir.

En su obra Jesús entre los doctores también Alberto Durero anotó el tiempo que le había costado realizarla: cinco días (literalmente Opus quinque dierum, “hecho en cinco días”, según indica la nota que emerge de entre las páginas del libro que hay en primer plano a la izquierda). Aunque la ejecución fuese inusualmente rápida para complejidad de la obra y lo que era habitual en la época, lo cierto es que el Durero más veloz tardó cinco veces más que Picasso en producir una obra de dimensiones parejas (un bastidor del tipo 20-25 figura, unos 80 x 60 cm.). Ahí es nada. Y eso que únicamente se limitó a cronometrar el tiempo efectivo de ejecución de la tela y omitió el que destinara a los dibujos preparatorios sobre papel, que por su abundancia y esmero a buen seguro ocuparon al maestro unos cuantos días más.


Aunque utilizara tortugas vivas en algunas de sus obras ―o precisamente por eso―, Broodthaers fue un artista eminentemente rápido; por el contrario, Durero, una de cuyas acuarelas más finas representa una liebre, era meticuloso y necesariamente lento. El arte demuestra, una vez más, que la fábula de Esopo es cierta: la tortuga de Broodthaers es bastante más veloz que la liebre de Durero.



Obra de Pablo Picasso realizada en un solo día, el 27 de marzo de 1938.


Jesús entre los doctores, (1506), obra de Alberto Durero realizada en cinco días.


Alberto Durero, boceto para la cabeza de Jesús.


Alberto Durero, estudio de manos para Jesús entre los doctores.

Alberto Durero, estudio de manos para Jesús entre los doctores.


                                                                 


sábado, 22 de octubre de 2016

PERRERÍAS A LOS LIBROS



Barton Lidice, Censored book, 1974. Claro ejemplo de lo que es
hacerle perrerías a un libro.


Es ya un tópico que algunos críticos y comentaristas de arte actual nos vengan advirtiendo de que la genialidad y la tontería pueden ser muy parecidas o incluso prácticamente idénticas, y que no es nada fácil distinguir ―ni siquiera para los del gremio― la joyería de ley de la alta bisutería. Si bien el arte de hoy es terreno abonado para ese tipo de malentendidos, lo cierto es que en otras épocas y culturas mucho menos permisivas que la actual, asentadas en la garantía de la tradición y dotadas de criterios de validación muy rigurosos, tampoco era sencillo distinguir lo primoroso exquisito de entre lo también primoroso pero ligeramente inferior. La capacidad para reconocer esa sutilísima gradación a la baja era prenda de conocedores, iniciados y demás minorías de gusto y perspicacia exquisitamente trabajados.

    A ese respecto, me viene a la memoria uno de los fragmentos de Wen fu, famoso decálogo de Lu Ji sobre composición literaria que Luis Racionero incluyó en su Textos de estética taoísta. En el sexto apartado del mencionado decálogo Lu Ji se refiere expresamente al hiato apenas perceptible que hace de corte entre lo pasable y lo que ya no cuenta: “…los méritos literarios se miden por granos y escrúpulos; los elegidos y los desechados solo están separados por el grosor de un cabello”.

    Cuando es la propia obra lo que se dirime y está en el punto de mira, también el artista suele tener los sensores muy finos al escrutinio que se le hace, a cómo se le sopesan las minucias y los acentos, y a cómo de fino se hila con lo suyo. No en vano suele ser a veces la lectura apresurada y parcial de esos detalles ínfimos, cuando no su omisión, el factor decisivo para atribuirle ascendencias putativas de toda índole y parentescos algo peregrinos.

    Como ilustración cabal de lo que digo, traigo a este humilde blog noticia de la anécdota en que me vi envuelto una noche del pasado mes de junio durante la cena de azotea a la que acudí invitado. Al cabo de los platos, el vino, los postres y el cava llegaron los licores. Fue entonces cuando la conversación, que había sobrevolado sin mayor concreción por encima de una serie de generalidades de naturaleza diversa incluido el arte, derivó hacia esa parte de la escena plástica que utiliza el libro como soporte básico para pintar, esculpir, construir, collagear y efectuar todo tipo de manipulaciones, combinatorias y experimentos. A lo largo de la conversación mencionamos y sacamos a la palestra algunas de las figuras más conocidas y difundidas de esa corriente: Rush-Lee, Barer, Blackwell, The, Laramée, Korzer-Robinson, Lidicer y tutti quanti  han conseguido cierta notoriedad por esa vía.

    Departíamos sin mayores sobresaltos respecto a si el trabajo de Rush Lee no será más efectista que otra cosa, o si la obra de Laramée es el perfecto epítome de lo pintoresco dentro del “cut book art”, cuando, de súbito, al exclamar yo —en tono más cachondo que reprobatorio, todo sea dicho— que la actitud básica de esa escuela es hacer perrerías a los libros, la conversación tomó un cariz algo polémico, ya que de inmediato se me replicó que los ejemplares tuneados de nuestra colección La Estampa Indeleble también son libros sometidos a manipulación y perrerías diversas, y que denostar en otros lo que uno mismo practica es hipocresía y doblez intolerables.

    Cuando es de la propia obra de lo que se opina, como decía más atrás, el interesado ―yo mismo, en este caso― suele tener los sensores auditivos muy finos a todo tipo de minucias y matices semánticos. Que alguien afirme que nuestra colección La Estampa Indeleble se alinea del lado de las poéticas que alteran de manera irreparable y definitiva la condición del libro, no es que omita insignificancias, sino que se salta a la torera importantes matices de metodología y concepto que decantan nuestro trabajo en una dirección bien distinta.

    Lo lamentable para mí de ese capítulo es que, cuando me disponía a tomar la palabra y abrir mi turno de réplica, llegaron invitados rezagados, ajenos al debate y con ganas de gresca. Sacaron una nueva remesa de cava, nos adentramos en una suerte de recena tardía y la conversación quedó aparcada. Aunque dista mucho de ser un turno de réplica en condiciones, este blog me permite retomar el hilo de la conversación y avivar de nuevo la polémica. Ahí va.


Libros recortados de Alexander Korzer-Robinson. Ejemplos
de lo que es la perrería selectiva con final estético.

Obra de Jacqueline Rush Lee. Claro ejemplo de perrería sumarísima
por inmersión en agua.

En los meses que han pasado desde la noche de autos he tenido tiempo de reflexionar acerca de la expresión “hacer perrerías a los libros”, locución en la que me reafirmo, ya que en absoluto se me antoja exagerada sino todo lo contrario: entiendo que resume con fidelidad, economía y cierto sentido del humor el enorme abanico de procedimientos y técnicas, prácticamente todas ellas invasivas, destructivas, mutiladoras y vejatorias, que los artistas a que nos referíamos aplican sobre el indefenso libro. Solo hay que echar un vistazo a las imágenes adjuntas para ver que mi observación es rigurosamente cierta. No censuro esos procedimientos, pero me abstengo de aplicarlos, por pudor. La Estampa Indeleble es un ejemplo palmario de respeto y consideración, y tiene poco en común con las poéticas de laceración e intervención lesiva sobre el libro.

    Las diferencias que hay entre esos procedimientos traumáticos y los que nosotros aplicamos en La Estampa Indeleble están a la vista y no son meros matices ―o “granos y escrúpulos”, por decirlo nuevamente con Liu Jo―, sino  importantes discrepancias de método que tiene su origen en profundas y muy disímiles maneras de entender la naturaleza y la identidad del libro como objeto peculiar. Tal y como hemos expuesto en distintas argumentaciones, textos, ponencias y demás estrategias de difusión de nuestro ideario, en De La Pulcra Ceniza entendemos que el libro no es un objeto inerte, sino una entidad que posee vida vegetativa y es a la vez forma viva y unidad de sentido. La verdadera naturaleza del lenguaje es la de fluido verbal; su codificación alfabética y posterior amarre al papel por medio de la imprenta son formas aberrantes de sometimiento y fijación de lo que no es más que fluido. El libro es una unidad de sentido indisoluble entre lenguaje cautivo y forma impresa. Toda mutilación o alteración por sustracción le acarrea el cese de la función vegetativa y supone su descenso a la condición de objeto inerte.

    Esa curiosa concepción del libro como ejemplo de vida cabal, plena de sentido e idealmente indisoluble está en la base del ideario de De La Pulcra Ceniza y alumbró en su momento la puesta en marcha de la Biblioteca fósil, la colección distintiva y más radical del proyecto.

    Lo que predicamos con La Estampa Indeleble nada tiene que ver con las poéticas que abusan de la flagelación del libro, sino más bien lo contrario: pontificamos a favor del respeto por el insoslayable legado de las Artes Gráficas tradicionales, cuya exigente deontología hace tiempo que se dejó de lado en el ámbito de la edición actual de gran tiraje. Y lo llevamos a cabo rescatando libros de hechura noble de los sumideros de las librerías de lance y demás establecimientos donde se los almacena al descuido como paso previo al suplicio final, que no es otro que la vuelta al molino de papel y su reconversión en pulpa. Son libros que nadie quiere pero que están muy bien hechos. Aún es bien visible en ellos el amor al detalle, el primor en la ejecución, el desvelo por la calidad y la belleza, y todo el código ético y estético de las Artes Gráficas tradicionales.

    Para que ese libro que nadie quiere suscite nuevamente el interés y pueda continuar en el circuito, es imprescindible dotarlo de una nueva identidad que lo haga atractivo. La operación que a tal efecto le hacemos es limpia, mínimamente invasiva y siempre respetuosa con la integridad del texto: lo abrimos, le extraemos la página de cortesía u otra que no haya sido impresa, la imprimimos con la nueva identidad, la ubicamos como  portadilla y procedemos a cerrar nuevamente el volumen. Y punto. Ese es todo el daño que le infligimos al libro: cambiarle de sitio una página que no estaba impresa. Y a continuación lo aseamos, lo presentamos en una caja de metacrilato sobre fondo de terciopelo rojo y lo acreditamos sin omitir nada, indicando a las claras que bajo la afamada, rarísima y mundana fachada de Smells like ten spirit de Kurt Cobain, por poner un ejemplo, hay un oscuro, olvidado, humilde y bellísimo Vidas de niños santos de José Castells, publicado en 1906 por La Hormiga de Oro.


Libro manipulado de La Estampa Indeleble. Ejemplo de perrería
contenida y ejercida con extremo pudor.

Tal y como alguien observó muy certeramente la noche de autos, eso también es tunear y alterar libros. No obstante lo que nos une, entiendo que hay importantes diferencias de concepto y de método entre la escrupulosa intervención de La Estampa Indeleble y el hacer perrerías a los libros que se practica por ahí.


Libros esculpidos de Guy Laramée. Hermoso ejemplo de perrería
ejercida con un alto sentido de lo pintoresco.
Libro recortado de Robert The. Notable ejemplo de perrería simple.

                                                                 


lunes, 19 de septiembre de 2016

HMS TERROR, FIN DE LA PESQUISA



Pasquín difundido por el Almirantazgo. Londres, 1850.


Si bien es verdad que con algo de retraso, traemos a este humilde blog una noticia que la prensa internacional divulgó el pasado día 12 del mes en curso y la nacional un día después: el hallazgo de la mítica HMS Terror, nave que formaba con la HMS Erebus el contingente de la legendaria y malograda expedición inglesa comandada por sir John Franklin que se desvaneció en pleno Ártico en 1848.

     Al parecer, el hallazgo se produjo el sábado día 3 en las aguas de un remoto enclave cuyo topónimo rinde homenaje precisamente a ese navío, Bahía Terror, y lo destapó un pequeño destacamento de la Arctic Research Foundation desde el Martin Bergmann, uno de sus barcos de rastreo. Según comunicó Adrian Schimnowsky, director de operaciones de la mencionada fundación, el pecio, que se localizó aproximadamente en el centro de la bahía y a una profundidad de veinticuatro metros, no solo está en buen estado sino que incluso puede hablarse de condiciones óptimas o “in pristine condition”, según sus palabras.

    La semana larga que ha mediado desde el día del hallazgo hasta el de su comunicación oficial la tripulación del Martin Bergmann ha hecho las comprobaciones de rigor que confirman sin margen de error la identidad del pecio. Además de cotejar las imágenes del sonar con los planos de fabricación de la nave han introducido en su interior un submarino ROV provisto de cámara. Uno de los detalles inconfundibles del barco, cuyo tubo de escape se ha identificado entre los restos, es el motor de propulsión de 25 caballos de vapor que lleva instalado en la bodega. Al cabo de todo ese minucioso cotejo y comprobación que, como digo, les ha llevado una semana no había ya duda ninguna: el pecio corresponde a una nave de sobra conocida, Her Majesty’s Ship Terror, reliquia ártica capital por derecho propio y uno de los dos objetos más buscados del último siglo y medio. El otro, el HMS Erebus, fue localizado hace justamente dos años, el 2 de septiembre de 2014 en la Bahía Crampton, algo más al sur y no muy lejos de donde ha aparecido el Terror. Las dos naves se han localizado unos cien kilómetros al sur de la posición donde fueron abandonadas el 22 de abril de 1848.

     La pista que ha llevado hasta el paradero del HMS Terror la ha facilitado Simmy Kogvik, el inuit que, como el que no quiere la cosa y por hablar de algo, comentó a Schimnowsky que hace seis o siete años vio sobresalir del centro de las aguas heladas de la Bahía Terror lo que bien podría ser el extremo de un mástil; el fenómeno le resultó tan curioso que hasta le hizo unas fotos que extravió con la cámara. No llegó a ver las imágenes y tampoco hizo comentario alguno del avistamiento. Por si acaso, Schimnowsky, que se dirigía con el Martin Bergmann hacia el Estrecho Victoria, decidió entrar en la Bahía Terror ya que le venía de paso. Según él mismo ha referido, a poco más de dos horas de iniciar la búsqueda dieron con el pecio.

    El Erebus se localizó a tan solo once metros de profundidad, y ha sido un avistamiento de superficie lo que ha delatado al Terror; todo concuerda y parece ratificar la veracidad de uno de los detalles de la información oral que en su momento facilitaron nómadas inuit: que la arboladura de las naves naufragadas sobresalía del hielo. No obstante, gran parte de los individuos entrevistados no habían sido testigos directos del desastre, hablaban de oídas y no supieron dar información siquiera aproximada. Por si fuera poco, lo dificultoso de de la traducción, lo contradictorio de las respuestas, su vaguedad  y escaso rigor geográfico provocaron que de esa vía de investigación no se sacara nada en claro.



Nota de Victory Point, documento que deja constancia del abandono del Erebus 
y el Terror el 22 de abril de 1848. National Maritime Museum, Greenwich.

Que el HMS Terror se botara en 1813 y participara en bombardeos contra posiciones costeras en la guerra contra Estados Unidos, se empleara en misiones de exploración ártica y antártica, y fuese un baqueteado y sufrido navío que tuvo de ser amputado y recosido varias veces no deja de ser interesante y hasta da para llenar una más que meritoria hoja de servicio, pero no para ser el mito marítimo en que acabaría convertido. Para eso hace falta una buena dosis de épica. Y de eso fue de lo que, contra todo pronóstico, hubo de sobra en la que sería su última singladura, cuyos preparativos comenzaron a finales de 1844 cuando fue izado a secano para colocarle una cizalla en la proa y el motor de una locomotora de vapor en la sentina. Luego fue devuelto al gua y pertrechado de carbón y víveres para su viaje definitivo, que sería calamitoso, dramático, hermosamente épico y va orlado con un larguísimo y enigmático epílogo que suma ciento sesenta y ocho años en paradero desconocido.

   Los hitos de ese último periplo son de sobra conocidos. "...El lunes 19 de mayo de 1845 las naves de Su Majestad Erebus y Terror dejaron las atarazanas del muelle de Greenhithe. Para bajar por el Támesis la Erebus fue remolcada por el Rattler, un pequeño vapor de rueda; y la Terror por otro aún más pequeño, el Blazer. Los remolcadores las dejaron en la boca del río y durante un rato se mecieron en el agua mixta. La navegación propiamente dicha comenzó al dejar atrás el malecón de la isla de Rona. El mar veraz comienza ahí.

   Mencionar las etapas iniciales del viaje es nombrar un fetiche o un hito: es invocar. Han sido y serán referidas con la reiteración morbosa con que se rememoran hechos banales que han precedido al horror. No obstante la asidua remembranza de que es objeto, la consabida secuencia ni harta ni se devalúa en simple cadena de anécdotas; la solemnidad que le otorga el ser una confiada secuencia de actos penúltimos lo evita. El número de escalas fue breve y progresivamente frío: islas Orkney, islas Whalefish, estrecho de Lancaster. De no ser porque contactaron con la expedición, el nombre de algunos barcos sería inencontrable fuera del registro del muelle de desguace: la nave de suministros Barretto Junior, que los proveyó de carne fresca y carbón, y que el 12 de julio de 1845 dejó a la expedición en las islas Whalefish para regresar a Inglaterra con la correspondencia y cuatro o cinco marineros que no continuarían; y las balleneras Prince of Wales y Enterprise, que contactaron con la expedición el 26 de julio de 1845 a la entrada del estrecho de Lancaster, y cuyas tripulaciones privilegiadas tuvieron en sus pupilas el fotograma que a ojos del mundo ponía punto final a la mayor expedición ártica: el Erebus y el Terror internándose en la entrada del Paso del Noroeste. Nadie les volvió a ver con vida".


Con el Ártico mermando por momentos y el Paso del Noroeste rendido y accesible durante todo el año, ha sido ahora cuando la gran pesquisa puesta en marcha para dar con el paradero de sir John Franklin, su tripulación y sus navíos se ha cobrado por fin los ases que faltaban.

   Ha tardado ciento sesenta y ocho años en soltar la segunda de sus dos mayores reliquias, pero finalmente el Ártico ha cedido; en 2014 el pecio del HMS Erebus, y hace apenas unos días el de la nave de Su Majestad Terror.


El texto en cursiva es un fragmentos de Erebo & Terror, Libros De La Micronesia nº 6, De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003.


Erebo & Terror, Libros De La Micronesia nº 6
 De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003

Erebo & Terror, Libros De La Micronesia nº 6
 De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003

Erebo & Terror, Libros De La Micronesia nº 6
 De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003


                                                               †

domingo, 11 de septiembre de 2016

EL DESHIELO DE LA ORTIGA


Ilustración para El archipiélago sideral, © 1993, Ballester/Muñoz.


A raíz de la reciente publicación de la reedición del tercer número de Libros De La Micronesia, nuestra última edición, a vuelta de vacaciones me he encontrado algunos correos de suscriptores, clientes ocasionales y simpatizantes de este humilde sello editorial sorprendidos y molestos la mayoría de ellos ―e incluso alguno indignado― por los comentarios y las opiniones que Carlos Ballester sostiene en su texto En equilibrio inestable, larga andanada verbal con que ha colaborado en la publicación.

   De manera clamorosa y unánime, todo ese colectivo de gente afín coincide en señalar la sorpresa que les ha deparado encontrar un largo alegato contra Libros De La Micronesia en una cuidada edición que celebra y festeja su publicación más entrañable y que edita De La Pulcra Ceniza, la parte agraviada, por así decirlo. También está, a qué negarlo, el correo disidente. Uno solo pero especialmente intenso y que también cuenta. En él no solo se toma partido por Carlos Ballester sino que se ovaciona su atrevimiento y se jalea alguna de sus observaciones más chuscas.

   Como responder a todos y cada uno de esos correos es un trabajo que sobrepasa con creces mi disponibilidad de tiempo, aprovecho este canal para contestar a todo el colectivo de una sola vez.


En su momento, cursamos invitación a Carlos Ballester para que colaborase precisamente porque, conociendo su talante insobornable y algo arisco, sabíamos que iba a ser una voz disidente. En ese sentido no hubo sorpresa; sí la hubo en lo que respecta al calado y la  extensión de su texto, que no se atiene a comentar escuetamente la edición original del tercer número de Libros De La Micronesia, como le pedíamos, sino que desborda esa acotación y hace toda una disección pormenorizada de la evolución de la colección, un lacónico resumen de sus propias andanzas como editor y una crónica fugaz de los vaivenes de nuestra amistad.

   Todo es opinión, y podemos o no coincidir con la suya y estar poco o nada de acuerdo con sus observaciones al respecto, pero de lo que no hay duda alguna es que aunque sea de manera especialmente corrosiva y con opiniones y expresiones faltas de la ponderación debida en muchos casos, En equilibrio inestable es la radiografía más perspicaz y completa que hasta el momento se ha hecho de Libros De La Micronesia; y es especialmente valiosa por venir de quien además de insobornable ha sido editor exquisito, austero, esquivo, raro, marginal por vocación y olvidado entre los olvidados. Por crítica que sea, la opinión de alguien con esas credenciales no se puede ignorar a la ligera. Y menos todavía coartar, censurar, exigir o siquiera sugerir que modifique o modere su expresión. De ninguna manera podíamos caer esa actitud, por mucho que el texto "roce en ocasiones el insulto", como dice en su correo uno de nuestros suscriptores.

   Creo que hicimos lo que cabía, y además convencidos: acusar amablemente recibo del archivo que contenía el texto, responder a Carlos la verdad: que nos parecía "beligerante, polémico y superlativo", darle las gracias por todo y a continuación volcar el texto y comenzar a maquetar como si nada. Si no recuerdo mal, mantuvo su discurso original de cabo a rabo y nos devolvió las galeradas sin rectificación ninguna.


La consecuencia verdaderamente curiosa, chocante y por completo insospechada de esa colaboración, que ha sorprendido a propios y extraños ―a mí el primero―, y que sin duda sorprenderá también al colectivo de indignados al que me dirijo, ha sido el acercamiento inicial y el lento pero firme restablecimiento de nuestra amistad al cabo de casi dos décadas de haberla derogado de mutuo acuerdo y a cara de perro.

   El deshielo entre ambos es ya un hecho que ha comenzado a dar sus frutos. Lo cierto es que lo hemos retomado en el punto exacto en que lo dejamos; de manera que El archipiélago sideral, proyecto en el que De La Pulcra Ceniza lleva embarcada ya unos años y que, si no hay contratiempos, publicaríamos en 2018, contendrá dos versiones: la original, parcial e inacabada, que aparecerá tal cual se dejó en su momento, llevará pie editorial de Ortiga Editora y firmaremos Carlos y yo; y la nueva, que llevará pie editorial de De La Pulcra Ceniza.


Aparte de celebrar “el deshielo de la ortiga” y de acabar de ponernos al día acerca de esto y lo otro, lo poco que de provecho hemos hecho Carlos y yo este verano ha sido contemplar largamente los pecios de la primera versión del Archipiélago y, entre cervezas y audiciones de viejos elepés de Steely Dan y The Durutti Column, cerrar un acuerdo arriesgado pero necesario: publicar El archipiélago sideral tal como lo abandonamos en su día, hermoso y sin aliño ninguno; crudo y auténtico, como todo era entonces. 



Ilustración para El archipiélago sideral, © 1993, Ballester/Muñoz.

Ilustración para El archipiélago sideral© 1993, Ballester/Muñoz.

                                                              †

                                                           

domingo, 14 de agosto de 2016

IGNASI ABALLI, OFICIO DE DIFUNTOS EN LA FUNDACIÓ MIRO (II)






(Viene de la entrada anterior)

Sería en parte inexacto y un error de apreciación comenzar diciendo que la exposición se abre con una disposición circular de pantallas que muestran relojes de arena. Y lo digo porque si bien la exposición se “abre” así, lo que en realidad recrea esa apertura el “cierre” del sepulcro, cuyo mecanismo, como se sabe, también funcionaba con arena: la carga de los bloques de granito descendiendo a peso hace que los regueros de arena fluyan a medida que los enormes sillares caen hasta su posición de cierre. Es lo que muestra la dramática escena final de Tierra de faraones: la pérfida Nelifer y el séquito de leales al faraón en el momento de ser sepultados en vida por los prismas de piedra que bajan y se ajustan a medida que la arena fluye. Lo que Aballí dramatiza en esa sala es el simulacro de cierre del recinto, para toda la eternidad y con la momia de la pintura dentro.
    
    Dado el carácter funerario de la exposición, los sedimentos de polvo habituales en su obra se podrían de leer literalmente en este caso como concreciones del conocido recitativo “polvo al polvo y ceniza a las cenizas”. No obstante, como he indicado más arriba, no es en el marco de la tradición católica ni en suelo cristiano, sino en el árido pedregal del Egipto pagano recreado en la Fundació Miró donde Aballí ha emplazado su simulacro de inhumación de la pintura. Lo que ciega la angosta entrada de la mastaba y sedimenta en la obra de Aballí ubicada en el recibidor que hace de prólogo es exactamente el mismo elemento insidioso y ubicuo: polvo acumulado. Ya estamos dentro, con el fiambre de la pintura de cuerpo presente allá en lo hondo.

    El segundo ámbito de la exposición muestra, como es habitual en toda mastaba, la mención al completo de los ancestros, el linaje y la dinastía a la que pertenece el finado, formalidad que Aballí solventa con una obra de 1998 titulada “Carta de color”, que consta de un listado de pintores distribuidos en diez paneles, de Pietro Cavallini a John Heartfield. Además del dato insoslayable de que una buena parte de ellos son miembros de la Legión de Honor de la Pintura, se ha de reseñar que la mayoría trabajaron en épocas y contextos sociales y culturales dispares dominados por la pintura entronizada como vara de mando de las artes visuales y técnica insustituible de representación, además de asunto trascendente y cosa intelectual, como la definió Leonardo.

   Los pintores citados en ese largo censo pertenecen todos a las dinastías fuertes anteriores a la pérdida de centralidad de la pintura como eje del arte y al relevo del pintor como su árbitro incuestionable. Con Joan Miró como inductor e intercesor, su fundación como ámbito ceremonial y el listado de Aballí dispuesto como ensalmo ritual, esos pintores han sido citados e invocados para alzar una plegaria todo lo anacrónica, disparatada y nostálgica que se quiera, pero válida y firme en la defensa del regreso de la pintura empoderada, nuevamente y sin complejo alguno, como lenguaje capital de representación.


Tal y como indica la preceptiva funeraria al respecto, en el siguiente ámbito de la muestra o tercera cámara de la mastaba aparecen una serie de secuencias del finado en vida y plena actividad. Dos proyecciones simultáneas muestran el sencillo y noble acto de pintar a la vieja usanza y como siempre se ha hecho: el pintor manos a la obra y dando forma al típico trampantojo resuelto con pintura y pinceles. Así de simple. Que Aballí haga desaparecer un Miró tridimensional pintándolo no es otra cosa que invocar y reverenciar, mediante la sofisticada técnica de la proyección, el  trampantojo de siempre; el truco con que la pintura abrazó la magia y se hizo fuerte: la ilusión de hacer presente con pigmentos la profundidad del mundo en el plano del lienzo.  Antes que se desmontara su hechizo y se la degradara a ser mera pintura, la Pintura era eso: ilusión.

    A partir de ahí, y siguiendo siempre la preceptiva funeraria, las dos cámaras que se abren a continuación muestran, arrumbados a la pared y en vitrinas protectoras, los enseres asignados al finado para su viaje al más allá: lienzos imprimados de negro, numerosos espejos y también cartas de color. Los pigmentos, que no soportan bien la secuencia infinita de la eternidad y se corromperían, han sido desecados, momificados y reducidos a su mera presencia nominal como palabras dispuestas en vitrinas: los nombres del color que ha de ser pronunciado para que el pigmento cobre de nuevo la untuosidad del pringue en la otra vida.

    Y así llegamos a la última cámara del primer nivel, donde la preceptiva funeraria egipcia obligaba a ubicar los vasos canopos con las vísceras del finado. Y es precisamente aquí, donde Aballí se muestra aparentemente más libre, atrevido, desmelenado y audaz, donde es más evidente la  intensidad de la abducción que esa cohorte de pintores difuntos ejerce sobre él. Un Aballí que dedica este último ámbito a la transparencia y la sutilidad de lo invisible, pero empleando una sintaxis anfibia que habla también de algo bien distinto: de un homenaje plural a la pintura de caballete y a tres de sus géneros emblemáticos: el bodegón, la vanitas y el estudio del pintor, cuya recreación esquemática en el cuerpo central de la sala incluye la repisa con los cacharros, el reloj de arena quebrado en el centro y la ventana a un lado. Exangüe, pálida, neutra, blanqueada a conciencia y constelada por los destellos de los focos sobre los materiales plásticos, esa disposición de elementos remite a la penumbra aterciopelada y ahumada de los míticos ámbitos de trabajo donde los pintores holandeses llevaron esos géneros hasta su cima.

   Como es preceptivo en un pintor que pinta sin pintar, Aballí muestra los vasos canopos vacíos o, como mucho, con una lámina transparente en el interior de uno de ellos. Esa vacuidad es precisamente el fundamento visceral de la pintura. El corazón y el cerebro de la pintura ― una cosa mental en declive, un truco pasado de moda que encandiló a las gentes sencillas― son precisamente esa doble nada alojada en los dos recipientes invertidos dejados sobre la peana.

   Ahora bien, como todo pintor sabe, esa cosa mental y de pura sintaxis que es la pintura se asienta en una compleja química que va del aguarrás a las reacciones químicas producidas por la interacción entre los ácidos y el aire, e incluye el proceso de secado y los subsiguientes movimientos tectónicos que cuartean la piel de la pintura. Pues bien, como era de esperar, también los ácidos están presentes en esta última cámara: hay todo un panel vertical transparente que los menciona y describe. Y también está la piel, literalmente. A ese respecto es delator, además de significativo, que en una exposición tan depurada, desangelada y marcada de principio a fin por la divisa del arte entendido como pura racionalidad y proceso, la única referencia a lo humano y la corporalidad se encuentre precisamente en esta última cámara. Se titula “Pell” (Piel); una película sintética de pellejo translúcido que Aballí tiende sobre un simple bastidor y sitúa a un lado de los vasos canopos. Entiendo que en el contexto de una exposición que vindica, si bien de manera sigilosa y extraoficial, la inhumación de la Gran Pintura con vistas a su hipotética resurrección, la pieza es una cita involuntaria aunque evidente del conocido pasaje sobre Apolo y Marsias que Ovidio recrea en Las Metamorfosis; anécdota con la que se midieron artistas de la talla de Tiziano, Ribera, Rafael, Luca Giordano o Manfredi. La piel que cuelga del bastidor es la de Marsias despellejado por Apolo, un pasaje de la pintura mitológica especialmente concurrido que ha dado título a infinidad de cuadros.

   La poderosa voz de la "Biblia de los pintores" y el deje inconfundible de la Pintura con mayúsculas se dejan sentir en una exposición que apuesta por la entronización del lenguaje como imagen y la elusión de la imagen como representación.


Lo dijimos al comienzo: Secuencia infinita es una exposición y un simulacro de inhumación de la pintura. Como tal, todo en ella encaja y está sujeto y dispuesto según la lógica funeraria de la mastaba egipcia. Las vísceras y demás partes blandas y corruptibles de la pintura se quedan en este nivel del complejo funerario con todo lo demás. Por debajo, en la última cámara, queda el cuerpo de la pintura en su sarcófago. En este caso, de luz.

   Aunque la hoja de ruta de la exposición indica que este último ámbito, donde únicamente se exhiben proyecciones, refleja el creciente interés de Ignasi Aballí por la imagen en movimiento y el medio fílmico, lo que en realidad se oficia en esa cámara oscura es una recreación del grado cero de la pintura en el instante preciso de su nacimiento. El haz de luz que la boca del proyector lanza sobre el muro es la vez un exvoto, un recordatorio “light” y una parábola de la espesa bocanada de saliva y color que el ancestro del pintor arrojó sobre su mano abierta puesta sobre el muro de la cueva. Además de recreación de la génesis de la pintura en el instante de su aparición en forma nebulosa de color atomizado, la sala negra de Aballí es también, como nos recuerda la toma del reflejo de una película en el suelo encerado, un santuario de veneración de la imagen pura y dinámica del mundo tal como la filtra el ojo: invertida. El cerebro le dará la vuelta y nos la pondrá de pie.

   Un buche de pintura y una imagen, no hace falta más. Ese es el instante de ignición, el alfa de la pintura como técnica imperecedera, lenguaje de mímesis y gran asunto de la cultura occidental que los proyectores de la Fundació Miró repetirán hasta que se desmonte la instalación. La secuencia infinita a que alude el título de la exposición remite, no obstante, al ideal de un marco temporal de duración indefinida en la que ese bucle incesante de secuencias de alumbramiento y germinación, repitiéndose a lo largo de la noche inacabable de un viaje por el sueño y la muerte, preserve la simiente de la pintura y la posibilidad de que se reencarne; de que se resetee de nuevo por sí sola y todo recomience una vez más de principio a fin. Del enigmático pintor de la cueva de Chauvet al mismísimo Aballí.

    Lo paradójico es que Ignasi Aballí, el artífice de ese blindaje del instante alfa de la pintura en un sarcófago de luz para la eternidad, pertenece a su momento omega y se alinea del lado de las corrientes crepusculares que han hecho del marasmo de la pintura su alimento.


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