domingo, 14 de agosto de 2016

IGNASI ABALLI, OFICIO DE DIFUNTOS EN LA FUNDACIÓ MIRO (II)






(Viene de la entrada anterior)

Sería en parte inexacto y un error de apreciación comenzar diciendo que la exposición se abre con una disposición circular de pantallas que muestran relojes de arena. Y lo digo porque si bien la exposición se “abre” así, lo que en realidad recrea esa apertura el “cierre” del sepulcro, cuyo mecanismo, como se sabe, también funcionaba con arena: la carga de los bloques de granito descendiendo a peso hace que los regueros de arena fluyan a medida que los enormes sillares caen hasta su posición de cierre. Es lo que muestra la dramática escena final de Tierra de faraones: la pérfida Nelifer y el séquito de leales al faraón en el momento de ser sepultados en vida por los prismas de piedra que bajan y se ajustan a medida que la arena fluye. Lo que Aballí dramatiza en esa sala es el simulacro de cierre del recinto, para toda la eternidad y con la momia de la pintura dentro.
    
    Dado el carácter funerario de la exposición, los sedimentos de polvo habituales en su obra se podrían de leer literalmente en este caso como concreciones del conocido recitativo “polvo al polvo y ceniza a las cenizas”. No obstante, como he indicado más arriba, no es en el marco de la tradición católica ni en suelo cristiano, sino en el árido pedregal del Egipto pagano recreado en la Fundació Miró donde Aballí ha emplazado su simulacro de inhumación de la pintura. Lo que ciega la angosta entrada de la mastaba y sedimenta en la obra de Aballí ubicada en el recibidor que hace de prólogo es exactamente el mismo elemento insidioso y ubicuo: polvo acumulado. Ya estamos dentro, con el fiambre de la pintura de cuerpo presente allá en lo hondo.

    El segundo ámbito de la exposición muestra, como es habitual en toda mastaba, la mención al completo de los ancestros, el linaje y la dinastía a la que pertenece el finado, formalidad que Aballí solventa con una obra de 1998 titulada “Carta de color”, que consta de un listado de pintores distribuidos en diez paneles, de Pietro Cavallini a John Heartfield. Además del dato insoslayable de que una buena parte de ellos son miembros de la Legión de Honor de la Pintura, se ha de reseñar que la mayoría trabajaron en épocas y contextos sociales y culturales dispares dominados por la pintura entronizada como vara de mando de las artes visuales y técnica insustituible de representación, además de asunto trascendente y cosa intelectual, como la definió Leonardo.

   Los pintores citados en ese largo censo pertenecen todos a las dinastías fuertes anteriores a la pérdida de centralidad de la pintura como eje del arte y al relevo del pintor como su árbitro incuestionable. Con Joan Miró como inductor e intercesor, su fundación como ámbito ceremonial y el listado de Aballí dispuesto como ensalmo ritual, esos pintores han sido citados e invocados para alzar una plegaria todo lo anacrónica, disparatada y nostálgica que se quiera, pero válida y firme en la defensa del regreso de la pintura empoderada, nuevamente y sin complejo alguno, como lenguaje capital de representación.


Tal y como indica la preceptiva funeraria al respecto, en el siguiente ámbito de la muestra o tercera cámara de la mastaba aparecen una serie de secuencias del finado en vida y plena actividad. Dos proyecciones simultáneas muestran el sencillo y noble acto de pintar a la vieja usanza y como siempre se ha hecho: el pintor manos a la obra y dando forma al típico trampantojo resuelto con pintura y pinceles. Así de simple. Que Aballí haga desaparecer un Miró tridimensional pintándolo no es otra cosa que invocar y reverenciar, mediante la sofisticada técnica de la proyección, el  trampantojo de siempre; el truco con que la pintura abrazó la magia y se hizo fuerte: la ilusión de hacer presente con pigmentos la profundidad del mundo en el plano del lienzo.  Antes que se desmontara su hechizo y se la degradara a ser mera pintura, la Pintura era eso: ilusión.

    A partir de ahí, y siguiendo siempre la preceptiva funeraria, las dos cámaras que se abren a continuación muestran, arrumbados a la pared y en vitrinas protectoras, los enseres asignados al finado para su viaje al más allá: lienzos imprimados de negro, numerosos espejos y también cartas de color. Los pigmentos, que no soportan bien la secuencia infinita de la eternidad y se corromperían, han sido desecados, momificados y reducidos a su mera presencia nominal como palabras dispuestas en vitrinas: los nombres del color que ha de ser pronunciado para que el pigmento cobre de nuevo la untuosidad del pringue en la otra vida.

    Y así llegamos a la última cámara del primer nivel, donde la preceptiva funeraria egipcia obligaba a ubicar los vasos canopos con las vísceras del finado. Y es precisamente aquí, donde Aballí se muestra aparentemente más libre, atrevido, desmelenado y audaz, donde es más evidente la  intensidad de la abducción que esa cohorte de pintores difuntos ejerce sobre él. Un Aballí que dedica este último ámbito a la transparencia y la sutilidad de lo invisible, pero empleando una sintaxis anfibia que habla también de algo bien distinto: de un homenaje plural a la pintura de caballete y a tres de sus géneros emblemáticos: el bodegón, la vanitas y el estudio del pintor, cuya recreación esquemática en el cuerpo central de la sala incluye la repisa con los cacharros, el reloj de arena quebrado en el centro y la ventana a un lado. Exangüe, pálida, neutra, blanqueada a conciencia y constelada por los destellos de los focos sobre los materiales plásticos, esa disposición de elementos remite a la penumbra aterciopelada y ahumada de los míticos ámbitos de trabajo donde los pintores holandeses llevaron esos géneros hasta su cima.

   Como es preceptivo en un pintor que pinta sin pintar, Aballí muestra los vasos canopos vacíos o, como mucho, con una lámina transparente en el interior de uno de ellos. Esa vacuidad es precisamente el fundamento visceral de la pintura. El corazón y el cerebro de la pintura ― una cosa mental en declive, un truco pasado de moda que encandiló a las gentes sencillas― son precisamente esa doble nada alojada en los dos recipientes invertidos dejados sobre la peana.

   Ahora bien, como todo pintor sabe, esa cosa mental y de pura sintaxis que es la pintura se asienta en una compleja química que va del aguarrás a las reacciones químicas producidas por la interacción entre los ácidos y el aire, e incluye el proceso de secado y los subsiguientes movimientos tectónicos que cuartean la piel de la pintura. Pues bien, como era de esperar, también los ácidos están presentes en esta última cámara: hay todo un panel vertical transparente que los menciona y describe. Y también está la piel, literalmente. A ese respecto es delator, además de significativo, que en una exposición tan depurada, desangelada y marcada de principio a fin por la divisa del arte entendido como pura racionalidad y proceso, la única referencia a lo humano y la corporalidad se encuentre precisamente en esta última cámara. Se titula “Pell” (Piel); una película sintética de pellejo translúcido que Aballí tiende sobre un simple bastidor y sitúa a un lado de los vasos canopos. Entiendo que en el contexto de una exposición que vindica, si bien de manera sigilosa y extraoficial, la inhumación de la Gran Pintura con vistas a su hipotética resurrección, la pieza es una cita involuntaria aunque evidente del conocido pasaje sobre Apolo y Marsias que Ovidio recrea en Las Metamorfosis; anécdota con la que se midieron artistas de la talla de Tiziano, Ribera, Rafael, Luca Giordano o Manfredi. La piel que cuelga del bastidor es la de Marsias despellejado por Apolo, un pasaje de la pintura mitológica especialmente concurrido que ha dado título a infinidad de cuadros.

   La poderosa voz de la "Biblia de los pintores" y el deje inconfundible de la Pintura con mayúsculas se dejan sentir en una exposición que apuesta por la entronización del lenguaje como imagen y la elusión de la imagen como representación.


Lo dijimos al comienzo: Secuencia infinita es una exposición y un simulacro de inhumación de la pintura. Como tal, todo en ella encaja y está sujeto y dispuesto según la lógica funeraria de la mastaba egipcia. Las vísceras y demás partes blandas y corruptibles de la pintura se quedan en este nivel del complejo funerario con todo lo demás. Por debajo, en la última cámara, queda el cuerpo de la pintura en su sarcófago. En este caso, de luz.

   Aunque la hoja de ruta de la exposición indica que este último ámbito, donde únicamente se exhiben proyecciones, refleja el creciente interés de Ignasi Aballí por la imagen en movimiento y el medio fílmico, lo que en realidad se oficia en esa cámara oscura es una recreación del grado cero de la pintura en el instante preciso de su nacimiento. El haz de luz que la boca del proyector lanza sobre el muro es la vez un exvoto, un recordatorio “light” y una parábola de la espesa bocanada de saliva y color que el ancestro del pintor arrojó sobre su mano abierta puesta sobre el muro de la cueva. Además de recreación de la génesis de la pintura en el instante de su aparición en forma nebulosa de color atomizado, la sala negra de Aballí es también, como nos recuerda la toma del reflejo de una película en el suelo encerado, un santuario de veneración de la imagen pura y dinámica del mundo tal como la filtra el ojo: invertida. El cerebro le dará la vuelta y nos la pondrá de pie.

   Un buche de pintura y una imagen, no hace falta más. Ese es el instante de ignición, el alfa de la pintura como técnica imperecedera, lenguaje de mímesis y gran asunto de la cultura occidental que los proyectores de la Fundació Miró repetirán hasta que se desmonte la instalación. La secuencia infinita a que alude el título de la exposición remite, no obstante, al ideal de un marco temporal de duración indefinida en la que ese bucle incesante de secuencias de alumbramiento y germinación, repitiéndose a lo largo de la noche inacabable de un viaje por el sueño y la muerte, preserve la simiente de la pintura y la posibilidad de que se reencarne; de que se resetee de nuevo por sí sola y todo recomience una vez más de principio a fin. Del enigmático pintor de la cueva de Chauvet al mismísimo Aballí.

    Lo paradójico es que Ignasi Aballí, el artífice de ese blindaje del instante alfa de la pintura en un sarcófago de luz para la eternidad, pertenece a su momento omega y se alinea del lado de las corrientes crepusculares que han hecho del marasmo de la pintura su alimento.


                                                              †


IGNASI ABALLÍ, OFICIO DE DIFUNTOS EN LA FUNDACIÓ MIRÓ (I)






A diferencia de los pintores de pisos y locales, gente corriente y razonablemente neurótica que no tiene trato con musa ninguna y trabaja a precio cerrado, por horas o a tanto el paño de pared, el precio del trabajo de los pintores artistas es probablemente el aspecto más enigmático de su actividad, y suele ser motivo de controversia y aun de escándalo; por no hablar de sus tormentosas relaciones con la musa y su fama contrastada de ser un colectivo de hipersensibles altamente neuróticos, desequilibrados y agresivos hasta el punto de ejercer violencia sobre la pacífica pintura. La cosa puede ir desde propinarle una simpática patada en el culo como hicieron los impresionistas, a registros mucho más crueles y punibles como el del Miró que habló de "asesinar la pintura", o el Toni Llena que se ha pronunciado sobre la necesidad de decapitarla.

   A tenor de una sentencia curiosa, paradójica y de indudable regusto zen que pronunció no hace mucho, en la que manifestaba que "Se puede ser pintor sin pintar", yo diría que a Ignasi Aballí, de cuya última exposición me propongo hablar aquí, cabe situarlo en la órbita de esa tradición de artistas liquidadores de la pintura. Si bien su método no se basa en la agresión a plena luz, sino en la utilización del mucho más sutil recurso a la indiferencia, la abstención sistemática y el pintar sin pintar, el propósito apunta en la misma dirección: finiquitar la pintura. En la exposición a que me refiero, el Aballí más diligente va un paso más allá y lleva esa tradición hasta su culminación lógica y necesaria, que no es ni más ni menos que cumplir con el trámite de deshacerse del cadáver de la pintura y hacerlo desaparecer por inhumación y ocultamiento definitivo.


El anterior preámbulo viene a cuento de que hasta finales de septiembre la Fundació Joan Miró acoge la muestra Seqüència infinita (Secuencia infinita) de Ignasi Aballí, exposición a la que me desplacé la mañana del domingo 9 de julio. Tras una demorada visita, fue al dejar las salas refrigeradas de la Miró por la bofetada inclemente del calor natural de la montaña de Montjüic a la hora solar del Ángelus, cuando tuve una epifanía y se me desveló qué oscuro designio ha guiado la mano de Aballí y cuál es el sentido profético de una exposición que, aunque ilustra punto por punto la exégesis que suele hacerse de su obra, entiendo que posee una intención oculta que desborda ese marco y apunta más allá. Ese tipo de lectura intempestiva y a contrapelo pondría en evidencia, una vez más, las desavenencias y la naturaleza problemática de la relación entre enunciado y significado, por decirlo en la jerga de la crítica.

    Aunque el enunciado se mantiene, esta no es una exposición de Aballí con un significado al uso. Si bien aparecen todos y cada uno de los palos que toca su discurso (indiferencia y dejación respecto al oficio, serialidad, repetición, asunción de la palabra como género pictórico y trabajo de zapa bajo el suelo inestable donde se asientan no solo las credenciales, sino la credibilidad misma de la imagen, entre otros), por la acumulación de obra nueva hecha para la ocasión, el lugar donde se hace la exposición y cómo se articula y distribuye el trabajo, es en realidad una muestra que, todo y escenificar su entierro protocolario, no solo vindica veladamente el renacimiento de la pintura y del pintor (empresa descabellada pero no incongruente, tratándose de Aballí), sino también el regreso triunfal de sus grandes anatemas: el oficio y, por supuestísimo, la imagen de factura manual.

    Seqüencia infinita no es, ya digo, una exposición individual de Ignasi Aballí, sino un complejo fenómeno de abducción y apropiación del registro de un artista vivo, Ignasi Aballí, por un ente superior que aglutina la experiencia y la memoria de los fantasmas de todos los pintores muertos que él mismo cita en la muestra, que son quienes realmente conducen todo ese discurso en beneficio de la memoria y el esplendor de la pintura. Ahora, cuando celebra las cuatro décadas de existencia su propia fundación, es allí donde, con la inhumación del cadáver del viejo y venerable oficio de pintar que él mismo asesinó, Joan Miró culmina post mortem toda la operación. En connivencia involuntaria con el viejo maestro e instigado por este a través de la concesión de su premio, Aballí es el enterrador de la pintura ―el cuerpo del delito― para que esa nobilísima técnica no desaparezca por completo y pueda, el día de la parusía de todas las artes, regresar e imponer de nuevo su imperio.


Ignasi Aballí pertenece a la generación de los Pep Agut, Jordi Colomer, Carles Guerra & Co.  Aunque se formaron como pintores, todos ellos se dieron a la fuga hacia la instalación, el videoarte, lo performativo e incluso la curaduría. Aunque no exactamente pintando, sino rehuyendo sus procedimientos y dando varias vueltas de tuerca al discurso cansino de la obsolescencia de la imagen y la imposibilidad de pintar, de toda aquella diáspora es Aballí el único que aún tiene resabios de pintor y que, con todas las salvedades que son al caso, todavía reivindica, si bien de manera paradójica y poniéndola siempre en cuestión, la práctica de la pintura. Por su ascendente como más o menos pintor, o pintor entre paréntesis que solo ha renegado parcialmente del oficio, sin duda era Aballí la figura idónea para llevar a cabo el entierro de la pintura, segunda parte del programa de Miró una vez asesinada aquella. Y eso precisamente es lo que Secuencia infinita oficia formalmente: el descenso de la pintura a su sepulcro en las dependencias de la Fundació Miró convertida en una suerte de mastaba o complejo funerario a la manera egipcia: con un inicio de exposición que remite al proceso de cierre y sellado de la tumba, al que siguen las habitaciones de superficie donde se arrumba el ajuar, los enseres del difunto y los vasos canopos con las vísceras del finado. Por último, y en un nivel inferior, la cámara subterránea donde se ubica definitivamente el despojo incorruptible del arte de pintar.


    Aunque fue Malévich su verdadero ejecutor por implosión violenta al pintar un cuadrado negro y así "reducirlo todo a nada", por decirlo con sus mismas palabras, solo en un pintor solar, temperamental, caliente, encoñado con la pintura y en constante cuerpo a cuerpo con ella, como fue en vida Joan Miró, pudo germinar la idea de asesinarla; si bien se trataba, como él mismo matizó, de un crimen pasional inverso o “asesinato positivo”. A modo de contrapeso simbólico, era necesario que el trámite de su inhumación lo llevase a cabo un pintor disidente de características inversas: inapetente, especulativo, neutro, de libido pictórica abstinente y que hubiese trabado con la pintura una suerte de matrimonio blanco o de apariencias y sin consumar; institución pantalla tras la que, entre otras prácticas de distanciamiento y contención, sería factible lo de ser pintor sin pintar, actitud que ha hecho de Aballí el candidato idóneo para acomodar la pintura en su morada definitiva, tapiar la boca del nicho, darle una mano de mortero y escribir con el dedo sobre la masa fresca todavía "Aquí yace". Cabe decir que aunque eso es en resumidas cuentas lo que ha hecho, lo ha llevado a cabo de una manera mucho más solemne y compleja.


(Continúa en la siguiente entrada)


Plano de Seqüència infinita distribuído por salas y conceptos.

Plano de la mastaba de Sesheshet, dinastia V. Saqqara, Egipto.


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