sábado, 31 de diciembre de 2016

LA ESTATURA Y EL PORTE DE LOS LIBROS



Diseño retro de Alfaguara para una publicación de hoy.


Hace apenas unos días, y a buen precio, me hice en el “Quiosco” de Penguin Random House con un ejemplar de Jaime Salinas, el oficio de editor, publicado por Alfaguara en 2013 con un aspecto bastante fiel al que esa colección presentaba hace ya una cuarentena de años. Aquel diseño, que incluía también una forma muy particular de acceder al libro y de presentar la portada, la portadilla y la página de créditos, fue muy impactante en su momento. Lo firmó Enric Satué, cuya mención como diseñador se ha incluido para la ocasión también en la cubierta de esta edición especial. Me parece apropiado y de justicia que junto al nombre de Jaime Salinas, que fuera ideólogo de la colección y su primer y legendario editor, aparezca en un mismo plano el de Enric Satué, el no menos legendario grafista que le dio forma.

    Según cuenta Juan Cruz en el prólogo, el mecanoscrito de la obra sufrió diversos avatares que incluirían el retiro forzado, el extravío posterior, el reflotamiento casual, el salto final a otra editorial y su publicación en una colección exenta de Alfaguara con un diseño intencionadamente retro. Aunque solo fuera por haber sobrevivido a todo ese trajín, el libro ya valdría la pena; pero es que, además, el volumen es de lo más interesante porque, entre otras andanzas, describe pormenorizadamente la peripecia vital y el periplo editorial de Jaime Salinas en Seix y Barral, en Alianza Editorial después y por último al frente de Alfaguara durante los años revoltosos de esa firma. Entiendo que ese historial lo convierte en figura clave cuyo caso ilustra una de las cíclicas apariciones en España del fervor adolescente de la edición, de su posterior declive y entrada en la vida adulta del comercio serio. O al menos así lo veo yo, como en breve expondré en este mismo blog. De momento, lo que me interesa reseñar de esa publicación va por otros derroteros.


Jaime Salinas deja patente a lo largo del texto que la factura del libro y su aspecto fueron asuntos a los que prestó especial atención. Editor preocupado por el porte y el aliño del libro, ha sido uno de los que con más acierto supo rodearse de grafistas capaces de convertir sus publicaciones en objetos atractivos para el ojo principalmente, aunque no solo. Es al tener el libro entre las manos cuando se aprecia que esta edición especial solo recrea el aspecto visual de la vieja colección Alfaguara, no las cualidades táctiles de las cubiertas de su etapa clásica impresas en papel Acuarela de Romani, algo más grueso, suave y natural al tacto.

    Sin contar sus años de aprendizaje en Seix y Barral, donde estaba a la sombra de Carlos Barral, Jaime Salinas se inició como editor en Alianza Editorial, donde fichó a Daniel Gil como diseñador de la colección de libros de bolsillo con unos resultados que, a la vistan están, son de referencia ineludible para la historia del diseño editorial en España y forman ya parte de la memoria gráfica y sentimental de toda una generación de lectores. Después de su etapa en Alianza, volvió a hacer lo propio en la editorial Alfaguara junto al grafista Enric Satué, al que encargó el diseño integral de su ya legendaria colección, cuya límpida estampa también ha pasado a formar parte del bagaje visual, sentimental e intelectual de una buena parte del colectivo sénior de lectores en este país.


Antes de seguir, creo necesario aclarar por qué hablo de grafistas a estas alturas y hago especial hincapié en la maquetación editorial y la distingo del diseño. Antes de la adopción masiva del término diseñador gráfico, la maquetación y el aspecto del libro los firmaba un grafista, sustantivo pelado, autosuficiente y bastante más breve que el de diseñador gráfico, que precisa de un adjetivo que especifique en qué rama del diseño se ejerce. El grafista era un profesional de perfil claramente artesanal que podía o no adolecer de las veleidades artísticas que son de rigor pero, en cualquier caso, sin la pose ni la afectación de que ha hecho gala el gremio a partir de la entronización del diseño gráfico como profesión de moda y del diseñador como personaje influyente. Ese ciclo ascendente, que como digo acabó por entronizar al diseñador como referente profesional y al diseño gráfico como tendencia en boga, se vivió aquí en Barcelona ―no en vano fue la capital del diseño― con especial virulencia hace ya un par de décadas. Por entonces la ciudad estaba a rebosar de diseño y sobre todo de diseñadores gráficos enfatuados y convencidos de estar muy por encima del saludable “perfil bajo” ―por decirlo con David Bowie― de grafistas y tipógrafos, los modestos artesanos que levantaron trabajosamente en el pasado los rudimentos de la profesión y la habían llevado hasta su cima.

     La humildad del tipógrafo y la modestia del grafista de antaño me parecen actitudes justas, comedidas y de enorme magisterio. De ahí que opte por utilizar a veces, de manera nostálgica y algo provocativa ―por qué no admitirlo―, el término grafista para referirme al diseñador gráfico de hoy.  

     Está también el asunto de la maquetación, que ajusta el ancho de los márgenes, acota el área de la página que ha de ser manchada por el texto e incluye el interlineado, los cortes y el tamaño del libro así como las calidades y los gramajes de los papeles que se han de emplear en la cubierta, las guardas y la tripa. Cuando la tarea de un grafista es integral y no se reduce al mero diseño de la cubierta, es de su incumbencia y queda librada a su gobierno también la maquetación, que otorga al libro su peso, tacto, empaque objetual y tamaño. No es asunto menor ese de la maquetación, que por su decisiva importancia en el coste final del libro suele quedar las más de las veces al cuidado del área de producción, quedando para el grafista el diseño la portada y poco más.

    Todo eso viene a cuento de que esta edición que comento tiene un tamaño algo mayor que el de las viejas publicaciones que imita. En realidad, el tamaño de este Jaime Salinas, el oficio de editor es el de los libros que se editaron en la segunda época de la colección, que tenía un diseño hasta cierto punto deudor del precedente ― también lo firmaba Enric Satué―, pero renunciaba a la austeridad de la tipografía pura y se sumaba a la borrachera de imágenes y la postración ante el icono que cundían en el ámbito del diseño editorial. Esos volúmenes ya eran algo mayores que los precedentes, como he podido comprobar cotejando algunos ejemplares de mi biblioteca ―Trastorno es algo menor que En la penumbra―, pero aún estaban lejos del tamaño “chicarrón” de lo que hoy publica Alfaguara.


Así se ve el estirón de los libros de Alfaguara entre 1978 y 2016.


Polémicas al margen, de lo que no cabe duda es que los libros son cada vez más grandes. Y no solo la novelería a granel para el gentío; también el resto del abanico de géneros se ha deslizado hacia el formato macro. Es una tendencia que viene de lejos y afecta ya a una buena parte de la producción editorial, que vierte al mercado carretadas de publicaciones cada vez mayores, más ampulosas y claramente afectadas por la plaga de vigorexia que cunde por ahí. Los libros de ahora mismo tienen el aspecto de haber sido cebados con hormona de crecimiento y esteroides anabolizantes, substancias que se  impusieron en su momento entre los chulitos matasiete de los gimnasios de barrio, y, a lo que vemos, han calado hasta el sector editorial.

    Es evidente que la edición se ha contaminado de la obsesión actual por “ponerse grande”. Cualquiera puede ver que el tono muscular de Steve Mcqueen era natural y que la hipertrofia del culturista tiene truco. Del mismo modo, es evidente que los libros que se publicaban hace treinta años eran más pequeños y naturales que los de hace veinte, y que a su vez estos eran más pequeños que los actuales, que son artificiales y disparatadamente grandes. Casi monstruosos de lo atiborrados de hormonas que salen de la imprenta.


La colección Biblioteca Breve, ahora y en 1984.

La colección Palabra en el tiempo, en 1990 y 1978 respectivamente.


Bodoni no levantará la cabeza, ni Whistler; tampoco Joan Oliva, Alexandre de Riquer, Juan Ramón Jiménez o don Ramón Miquel i Planas y su cohorte de exquisitos de la edición volverán desde sus panteones. Eran demasiado señoritos y refinados para tomarse el trabajo de echar siquiera un vistazo a la barbarie de hoy. Pero si fueran los espectros de Jiménez Fraud, García Maroto, Saturnino Calleja o José Janés los que regresaran y se dejaran caer por la Casa del Libro, quedarían horrorizados no de qué sino de cómo se edita hoy. Ellos también fueron editores comerciales y masivos, pero con otro gusto y sobre todo a otra escala.

    El fantasma de don José Janés es de los que sufriría de lo lindo. Acostumbrado al papel manila, los gofrados, las portadillas bitono, el papel charol y todo el esmerado aparato que puso en las miniaturas que publicó en Grano de Arena, Cristal, Las Quintaesencias, Libélula y demás colecciones de formato ínfimo, le parecería que los libros de hoy van por ahí en sudadera y bermudas, todo en tallas grandes.


Un par de virguerías de Janés editor, y un Alfaguara tamaño "chicarrón". 


                                                                †

miércoles, 28 de diciembre de 2016

PATERSON, UNA INSTANTÁNEA DE LA FELICIDAD



Imagen para la promoción de Paterson, lo último de Jim Jarmush.


No las tengo todas conmigo respecto a que Paterson, la reciente película que ha firmado Jim Jarmush, vaya a ser refrendada con total unanimidad por su legión seguidores. Doy por seguro que una pequeña fracción de esa feligresía objetará que esta Paterson, que ha sido calificada dentro del género de comedia dramática, es notable pero se queda por debajo de las cimas de su filmografía. Y no me extrañaría ―como si lo viera― que las objeciones de esa minoría sean exactamente las mismas, pero sin espinas ni asperezas y expuestas con el respeto debido, que el rosario de observaciones críticas y enmiendas que han vertido sobre la película tanto los enemigos declarados del cine más o menos arty en cualquiera de sus manifestaciones, como también quienes van por libre y comulgan solos: que el guión no tiene excesiva consistencia, que es algo reiterativa, tenuemente insípida, complaciente y carente de nervio, y que la economía expresiva de su principal protagonista, más que comedida o austera, raya con el autismo más exasperante.

    Si bien todo ese cúmulo alegaciones en contra no van del todo desencaminadas y encierran algo de verdad, a qué negarlo, no es menos cierto que la dosificación calculada de esas flaquezas y el dominio del encaje de oficio, que la mano de Jarmush ha bordado con habilidad y gracia en un tejido luminoso, hacen que la película se eleve como el capullo de una flor de loto sobre esos cienos y resplandezca abierta sobre ellos. Yo creo que Jarmush ha hecho en esta película lo que viejos maestros como Degas, Renoir, Whistler y nuestro Ramón Gaya hicieron con su pintura en las postrimería de su carrera, cuando lo depurado de su técnica, su despeje, economía y pasmosa felicidad de ejecución dio lugar a esas obras de grandiosa sencillez, bellas sin afectación, modestas y absolutamente inolvidables.


Paterson va de poesía, de cómo diantre se hace un poema, de la misteriosa destilación de la materia prima del lenguaje y de cómo ese decantado fluye a diario y se remansa en un poemario en estado de borrador. Y también de cómo el milagro de ese delicadísimo proceso, que acontece en medio del trabajo, de las imposiciones de la vida material, de la usura del tiempo y de la monotonía del ir tirando, es milagro por encima de todo; prodigio sobrenatural que derrama, sobre el tedio y la monotonía del día a día en una ciudad de provincias, una hermosa luz de gema curativa.

    Paterson es una instantánea de la felicidad, una foto de pareja joven de artistas en ciernes con perro, casita a las afueras, bastante ocio, un sueldo y mucha vida por delante. También es una ecografía del amor en estado de larva. Jarmush deshoja una margarita de siete pétalos, uno por cada día de la semana, y sale que sí, que la vida quiere a Paterson y a Laura. Sale que sí porque en esa Paterson filmada no hay lugar para dualidad ninguna: solo existe el sí, cada uno de los pétalos ha sido arrancado bajo el imperio de la afirmación y de acatamiento a la clausula obligatoria del sí. La vida los quiere; y eso obliga a que la felicidad, el amor, la creatividad, la primavera, la belleza y todas las benditas delicias del lado soleado de la vida derramen silenciosamente su dádiva sobre ellos. Paterson y Laura no viven en el mundo, sino en una gran bambolla de gracia en cuyo centro se alza la ciudad de Paterson.

    Paterson es una apología del amor y también, ya digo, una ecografía de ese vampiro en estado de larva, cuando es más poderosa su propiedad estupefaciente. A lo largo de la película, la adormidera del amor secreta su alcaloide sedante, la vaharada de opio que sume a la pareja y a toda Paterson en esa modorra de buena voluntad y mejor rollo en que transcurre la película. Que el perro destroce el borrador del poemario y lo haga añicos no deja de ser una anécdota simpática, que ni causa desazón alguna ni provoca la mínima contrariedad puesto que el amor y la poesía son inagotables en Paterson. La alfaguara donde abrevó William Carlos Williams sigue manando para todo aquel que tenga sed de simplicidad, afecto y hermosura.


Por lo que dicen, la naturaleza de la felicidad es transeúnte; una exhalación que apenas se deja ver ―vista y no vista― y que solo da para un plano secuencia, no para toda una película y menos para toda la vida. De ser eso verdad, la felicidad que hora tras hora disfrutan Paterson y Laura a lo largo de esa gloriosa semana que abarca la película es felicidad sedada y pasada a cámara lenta para regocijo del espectador. Cualquiera que sea su velocidad de paso, lo propio de la felicidad es su carácter transeúnte y fugaz. Acaso la felicidad circule a todo trapo por Paterson, y su maravillosa exhalación atraviese otras vidas, otros hogares. Lo que es seguro es que a poco de comenzar la película ―puede que ya al segundo plano― ha cruzado y dejado atrás la casita retirada de Paterson y Laura, que ya no viven en el núcleo incandescente del cometa de la felicidad, sino en el rebufo que ha dejado a su paso, esa estela caliente que se debilita y enfría por momentos.

    La pareja que enfoca la cámara de Jarmush es gente corriente pero especial: una pareja de artistas en ciernes cuyas carreras se hallan todavía en estado embrionario. Salvando las distancias, podríamos convenir que los prácticamente anónimos Sylvia Plath y Ted Hughes a finales de los años cincuenta, o los desconocidos Patti Smith y Robert Mapplethorpe en la segunda mitad de los sesenta, estaban también en una tesitura parecida: no faltaba talento ―o se daba por supuesto― y todo estaba por hacer. Paterson y Laura son dos artistas de carácter e intereses bien distintos, esas diferencias son a la vez el mayor activo de la pareja y también su peor enemigo. Paterson es un artista de profundidad que se mueve en perpendicular de arriba abajo sobre su objeto: cada día desciende en vertical hasta la veta madre de su poética y asciende nuevamente por la misma vía; por el contrario, Laura es una artista transversal y de superficie, sin una poética evidente o manifiesta pero capaz de tocar un amplio abanico de técnicas y de transitar con cierta frivolidad de una a otra: pintura, estampado de telas, decoración, música y cocina de autor. Por si fuera poco, es también la que parece tener visión de futuro e intuición acerca de dónde y cómo se han de canalizar las energías y los resultados para que acaben fructificando; de hecho, es quien insta a Paterson a poner en limpio sus poemas, copiarlos y difundirlos. En la vida real, Laura acabaría siendo la agente literaria de Paterson, sin duda alguna.

    No obstante el amplio abanico de diferencias que acabamos de señalar, el escollo más importante que tiene delante el tándem Paterson/Laura, y que muy probablemente resquebrajará el frágil cimiento en que se asienta la pareja, es el peliagudo asunto donde confluyen la disponibilidad de tiempo y los dineros. A este respecto, la pareja presenta una alarmante asimetría: Paterson trabaja y aporta el dinero indispensable, pero le queda poco tiempo para la poesía. Laura tiene prácticamente todo el día para sus veleidades artísticas, pero apenas gana dinero y vive como todo artista quisiera: a expensas de quien se acerque. La luz del amor y la felicidad sin empalago en que transcurre Paterson es el hermoso brocado que vela parcialmente la evidente asimetría que, en la vida real, acabaría por envenenar la relación.

    Pues claro que el amor puede arraigar, prosperar y hacerse fuerte entre un poeta inédito que ha de currar y una artista ociosa y pluridisciplinar, no digo que no. Y más en esa Paterson algo inocente adormilada todavía por las espléndidas palabras y las imágenes sublimes de William Carlos Williams, su máximo vate local, que de tanta dulzura como se ha volcado sobre ella se ha hecho refractaria a la brutalidad de la vida, a reconocer que la miseria, el asco y la depravación de sus calles también podrían ser cantados y filmados, a admitir siquiera que el amor caduca o que la poesía pueda tener un sesgo demoníaco como vocación que “pertenece a la fatalidad”. Solo digo que esa asimetría, que cumple con el complejo y variopinto papel de alimento del amor, gracioso contraste entre los miembros de la pareja, contrapeso que equilibra todo el sistema de pareados y de rimas, y dinamo que impulsa la película secuencia a secuencia, en la vida real sería una carga de profundidad que tarde o temprano estallaría y se lo llevaría todo por delante, amor incluido.

     Junto al de ignorar el problema latente de su asimetría esencial, el otro apoyo sobre el que descansa la felicidad de la pareja es su desdén por el éxito; total y absoluto en el caso de él y relativo en el de ella, que sí es porosa a esa llamada, tiene oído para la música del éxito y labia para el estrellato. Esa es también la diferencia de grado que separa a Paterson y Laura de los casos antes mencionados de las parejas Plath/Hughes y Smith/Mapplethorpe, que vislumbraron el éxito y trabajaron teniéndolo en todo momento como señuelo. La Plath menciona en sus Diarios que ella y Hughes solían interrogar a la güija con la pregunta harto reiterativa de si serían famosos. Por su lado, Patti Smith detalla en Just kids que ella y Mapplethorpe querían tanto el éxito, que no solo trabajaban en su pos sino que estaban convencidos de que podía transmitirse por contacto, de ahí que se dejaran caer por los garitos que frecuentaban Warhol y compañía, a la espera de que el maestro les arrojara algunas migajas o ya directamente los ungiese y salieran disparados hacia el estrellato.


Ajenos todavía a la avidez de fama, sin mayor preocupación aún por “la ansiedad de las influencias”, sin contactos que valgan y libres de momento del pesado fardo que puede hacer de la práctica del arte una actividad cainita y agotadora, la pareja protagonista de esta hermosa Paterson son dos artistas sorprendidos por la cámara de Jarmush en el instante preciso en el que todo germina de súbito en el tiesto del amor, y los brotes tiernos de su obra rompen y se elevan.

    Viven en Paterson y son artistas de este mundo, pero parecen de otro.


                                                             †